(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
José Ugaz

En la política –como en el amor– los gestos tienen gran trascendencia, son una forma de comunicación no verbal que normalmente viene cargada de relevante significado. Usualmente ocurren cuando las palabras resultan insuficientes o no es posible transmitir un mensaje porque el diálogo, por alguna razón, no fluye.

En días pasados, el presidente desplegó con elocuencia un gesto que cogió de sorpresa a los congresistas. Se presentó en el palacio legislativo, sin invitación previa, acompañado de dos de sus ministros que habían sido citados a exponer sendos proyectos de ley, para comunicar por escrito que estos no comparecerían ante la Comisión de Constitución porque no hay voluntad de cambio en el Parlamento.

El gesto fue una acto de protesta ante la decisión de fujimoristas y apristas de archivar de plano el proyecto de ley sobre remitido por el gobierno.

Dicho proyecto fue una reacción a la fuga del congresista Donayre, condenado por corrupción y protegido hasta el final por sus colegas, que se negaron una y otra vez a levantarle la inmunidad como lo exigía la Corte Suprema. Fue la gota que rebalsó el vaso del hartazgo gubernamental y ciudadano por el bloqueo permanente del a los pedidos de levantamiento de inmunidad de congresistas y otros altos funcionarios de Estado que gozan de ese privilegio, sumado a la reiterada e impúdica tendencia a archivar casos de evidente inconducta funcional, ética y delictiva de los padres y madres de la patria, y varios de sus compinches.

Las reacciones con cajas destempladas de los opositores al gesto presidencial no se hicieron esperar. “Dictador”, “pregolpista”, “portapliegos”, “antidemocrático” fueron algunos de los epítetos que le endilgaron tan pronto se pudieron recuperar de su asombro.

El desconcierto se transformó en agresiva desmesura, una mezcla de cólera por la descolocación política, y temor por la descolocación laboral en la que quedarían si el presidente avanzaba hacia la .

En la típica actitud de quien se sabe derrotado, pero le gana la pica, los descolocados también recurrieron a un gesto, el de la afrenta. En un acto de descaro total “porque no nos importa que nos acusen de blindaje ni lo que diga la opinión pública ni los medios de comunicación”, como dijo una congresista profujimorista, archivaron la denuncia contra los fiscales protagonistas de los audios de la vergüenza. El impúdico alegato de Chávarry reveló el pacto infame, abogó por Keiko Fujimori y Alan García a cambio de los votos que le permitieran prolongar su estado de cuidados intensivos en el Ministerio Público.

Y el presidente avanzó. Era todo lo que necesitaba para gatillar la cuestión de confianza. Conectando con la indignación ciudadana, puso por delante la trabada por la oposición, y en un nuevo gesto, se dirigió a la nación. Denunció el descarado blindaje para proteger la corrupción, el pacto por la impunidad, el daño al Perú y la resistencia al gran cambio por parte del Parlamento. Resultado: o los congresistas aprueban la reforma política “sin cambios sustanciales” hasta el 15 de junio, o se van a su casa.

Los gestos del presidente han calado en la ciudadanía, que en su gran mayoría respalda su decisión. Algunos analistas alertan sobre los riesgos que podría encerrar utilizar la cuestión de confianza para imponer la reforma. El gobierno ha respondido señalando que no impone, sino que exige que se debata y no se postergue más un cambio que el país reclama a gritos.

Si bien es cierto puede ser opinable el uso del mecanismo constitucional en el contexto en que se ha producido, no se puede negar que los congresistas, con su desmesura y poca vergüenza, vienen haciendo todo lo necesario para polarizar la situación, a tal punto que incluso decisiones extremas, no deseables, suenan a canto de sirena para quienes aspiran a una democracia mínimamente estable, con estándares básicos de decencia, en la que la convivencia no esté permanentemente alterada por la procacidad, la prepotencia y la impunidad de quienes actúan al amparo del ejercicio arbitrario de su cuota de poder.

En el derecho penal existen circunstancias excepcionales por las que se justifica el proceder de quien contraviene objetivamente la ley, pero actúa bajo un estado de necesidad, situación en la que se sacrifica un bien porque es la única manera de proteger otro bien de valor superior al sacrificado. En esencia, con la licencia que permite la analogía, ese es el argumento que esgrime el gobierno.

Más allá del debate técnico sobre el rigor constitucional de la medida, y su conveniencia política, aunque riesgoso, transitar por los límites sin patear el tablero puede ser una opción legítima para preservar el país del caos y mejorar su imperfecta institucionalidad democrática.

Esperemos que por el bien del Perú funcione el gesto y termine la desmesura, y que una vez superada la excepcionalidad que la actual crisis impone podamos finalmente volver al cauce de una sociedad que en las vísperas del bicentenario aspira a vivir sin sobresaltos para poder enfrentar los varios retos que tenemos por delante en el ámbito de la economía, la seguridad y el desarrollo.