Hoy se cumplen del intento de golpe de Estado de Pedro Castillo y, como es obvio, la presidenta completa el mismo tiempo en el poder. Pero, en su caso, por las múltiples crisis que ha tenido que enfrentar y por las dificultades que ha encarado –muchas de ellas por sus propias limitaciones–, más que de días deberíamos hablar de noches.

Desde el arranque, la jefa del Estado tuvo que lidiar con la ola de violencia que generó la graduación autoritaria de su predecesor. La ponzoña repartida en el casi año y medio del régimen castillista y las promesas maximalistas (como la disolución del Congreso, el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y la redacción de una nueva constitución) distribuidas desde la campaña electoral –en la que la misma presidenta participó– dejaron la mesa servida para que los radicales que celebraron la sedición de Castillo incendiaran la pradera.

Boluarte tuvo que enfrentarse a una campaña sistemática y coordinada de sabotaje y vandalismo contra activos críticos del Estado, como aeropuertos, comisarías y carreteras, y atentados contra la propiedad privada. Una situación que ha generado decenas de muertes (entre civiles, militares y policías), con las circunstancias de algunas atribuibles a reacciones desproporcionadas de la policía… Aunque, dada la escala de la violencia y lo calculado de los ataques, sobre todo a los aeropuertos de Juliaca y Ayacucho, difícilmente podía esperarse un desenlace pacífico.

En todo caso, los conflictos sociales y la resiliente campaña de la izquierda para tejer dudas sobre la legitimidad de Boluarte y, en muchos casos, apañar al inquilino de Barbadillo han debilitado al Ejecutivo. Una realidad que este no solo no ha podido revertir, sino que ha logrado empeorar en más de una ocasión. Por ejemplo, con el desatino presidencial de jurar que gobernarían hasta el 2026, con las contradicciones que hubo en el Gabinete sobre el adelanto de elecciones y con la falta de muñeca política para encarar los ánimos caldeados de la ciudadanía.

En materia de relaciones internacionales, la mandataria tampoco la ha tenido fácil. No solo por la insistencia de impresentables como AMLO (presidente de México), Gustavo Petro (presidente de Colombia), Xiomara Castro (presidenta de Honduras) y los tiranuelos caribeños de siempre por mantener su apoyo a Castillo y desconocer la investidura de Boluarte. También por la precaria y sesgada cobertura internacional de los hechos por periodistas extranjeros (como hemos comentado en este espacio) y por el esmero, también internacional, de algunos activistas radicales (como la señora Lourdes Huanca y la parlamentaria Margot Palacios) que han viajado por el mundo esparciendo mentiras sobre los eventos que llevaron al expresidente al calabozo.

De postre, al se le ha posado encima una literal nube negra, con el ciclón Yaku en el norte del país. Una crisis que ha distraído la atención de las protestas, pero para la que esta administración no ha estado preparada. Y la verdad es que a Boluarte le haría mucho bien hacer su mejor esfuerzo por atender las zonas afectadas y a los damnificados. Tanto por empatía como por estrategia.

A las penurias de Dina Boluarte también se han sumado serias denuncias por nombramientos irregulares o, por lo menos, cuestionables en su entorno. Un vicio no menor, pues la perjudica exactamente en el punto en el que debe diferenciarse de Castillo: en la elección de su equipo. El expresidente percudió tanto el Estado que no tenía que ser un reto hacer las cosas un poco mejor.

Pero el punto es que Boluarte cumple hoy en el poder. Un tiempo en el que la banda le ha pesado y la realidad la ha sobrepasado, sobre todo por la animosidad de sus adversarios. Tampoco, empero, la han ayudado el Congreso, que le ha dado largadas al adelanto de elecciones, ni la perfidia de sus antiguos aliados, que hoy la quieren ver caer.

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