El hombre misterioso, por Renato Cisneros
El hombre misterioso, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Desde que publiqué el 2015 La Distancia Que Nos Separa –novela acerca de mi padre no dejo de recibir mensajes de personas contándome detalles de la relación con sus progenitores. Vínculos, en muchos casos, conflictivos. Hay de todo en esos correos. Los que se marcharon para no volver. Los que nunca quisieron tener a sus hijos. Los que los tuvieron pero luego no se hicieron cargo o se convirtieron en sus cancerberos. Los que tenían otra familia y nunca lo revelaron. Los que se comportaban como entes anodinos, o monstruos perversos, o simples rémoras viciosas.

También hay historias acerca de padres modélicos que se fajaron después de enviudar o ser abandonados. Padres mártires que invirtieron sus pocos centavos en sacar adelante a sus muchos hijos. Los que renunciaron a mejorías profesionales con tal de mantener la unión familiar. Y no faltan, desde luego, los padres ausentes. Los muertos. Los asesinados. Los encarcelados. Los desaparecidos. Los postrados en un hospital a merced de una enfermedad incurable.

Lo que unifica a esos mensajes es que en todos bulle una urgencia por saber algo más sobre el progenitor. El padre puede ser un canalla o un santo, pero siempre habrá una dimensión de él que ignoraremos y que, llegado un determinado momento de nuestra existencia, querremos averiguar.

¿Por qué el padre produce esa mezcla de fascinación y resistencia? No lo sé. Lo único que tengo por evidente es que el padre –al menos en la tradición costumbrista latinoamericana– es la figura más evasiva del elenco doméstico, pues su función proveedora lo obliga a buscar el sustento fuera de casa. Si a eso le sumamos el machismo por siglos imperante en socieda
des como la nuestra, y aquella idea –cada vez 
más trasnochada, pero dominante hasta no
 hace mucho– de que los 
hijos deben ser algo así como extensiones o sucursales del padre, y no precisamente entidades libres ni autónomas, lo que tenemos es un arquetipo de padre afectivamente distante; socialmente obtuso; principista y sancionador en su manera de encarar la vida; y redomadamente torpe para tratar los asuntos propios de la intimidad.

Así son –o fueron– los padres de quienes hoy tenemos una cierta edad. Hombres que, en su trato, alternaron el cariño controlado con la aspereza. Hombres cuya confusa manera de querer pasaba por la formación del carácter y la definición del porvenir. Hombres que repitieron el modelo del cual bebieron cuando niños, porque no conocían otro y no tuvieron tiempo de cuestionarlo.

Los padres de mi generación, en cambio, han trastocado por completo las formas de ejercer el rol. No les resulta primordial, por ejemplo, ejercer el principio de autoridad. Tampoco les molesta expresar y hasta divulgar su sensibilidad (por eso documentan el crecimiento de sus hijos y luego comparten las imágenes con el resto del planeta con un entusiasmo casi maternal). Aun así, no pierden esa aura de intriga que es inmanente a la figura del jerarca, el procreador, el sujeto que embarazó a la mujer que nos cobijó nueve meses.

Cuando me toque vivir la paternidad –en año y medio, según el calendario científico que calibra mi esposa–, será muy didáctico ver crecer a mi hijo en un hogar del siglo XXI. Verá a su madre regresar agotada después de trabajar ocho horas, y a su padre pasar la mayor parte del día en pijama y pantuflas, delante de una computadora, y levantarse solo para destapar cervezas y calentar biberones (en ese orden). Y a pesar de esa cercanía –o precisamente a causa de ella– seré para él lo que todo padre en el fondo representa: un misterio, un acertijo imposible de resolver.

Esta columna fue publicada el 18 de junio del 2016 en la revista Somos.