"La iglesita de Mistura", por Josefina Barrón
"La iglesita de Mistura", por Josefina Barrón
Josefina Barrón

Había que persignarse antes de la jarana, pedir perdón y no permiso para moverse al ritmo de la zamacueca o para tocar la piel de un rústico cajón, quizás empujarse sin ningún arrepentimiento doble porción de ranfañote, hincarse a rezar a fuego lento para luego libar chicha como quien se salpica agüita santa, saberse en masa, en misa y en la mesa como si se tratara de la última de las cenas, el final de todos los rituales, respirar hondo y profundo el aroma a palo santo y a culantro mientras las partes innobles del animal eran adobadas y esculpidas por manos morenas, zambas, santas y nativas durante horas y días como debió ser durante la Creación.

Y agarraron enjundia sobre el fogón y dentro de generosas ollas de barro las tripas, el mondongo, el bofe, la lengua, sabe solo Dios qué existencias se inmolaron en las bocas ávidas de sabor, textura y olor de los convidados a las pampas de Amancaes, limeños y peruanos que también fueron los fieles de la iglesia San Juan Bautista y festejaron los espirituales y espiritosos, los fieles, epicúreos, criollos y aventurados; los de a caballo, a calesa, a mula y a pisco adoraron el cielo, los apus y la tierra en un solo ají, en una sola miel con algo de higo, clavo y cardamomo, bajo la misma nube perfumada de anís estrella, rodeados de vianderas, anticucheras, guitarras, cantores, pregoneros, curiosos, y si Jesusito hubiese respirado en esos maderos entrecruzados, quizás se hubiera bajado del altar solo para olerlo todo, sentir, escuchar, y con su fina y estoica estampa bañaría de luz la pampa de intenso amarillo y verdor, y de nuevo el sol entre la neblina. Que comience la fiesta. Amén.

Pero la iglesia de San Juan Bautista de Amancaes se cae a pedazos, aunque haya bautizado, bendecido, dado a luz a la tradición de la gastronomía peruana, a la del caballo de paso, la marinera, el criollismo, el cajón. Y la flor, si florece, lo hace mucho más arriba, casi en el cielo coronado de agua que caracteriza el clima de la capital. Donde nació la celebración masiva de la vida, lo que hoy conocemos como y al borde del mar se goza, hace cien, y aun más años, tenía un componente religioso y se forjó en las faldas de esos cerros rimenses. Allí empezó nuestro fervor de comensales sacrosantos, cerca de lo que alguna vez fue un adoratorio prehispánico y por eso la iglesia puso su cruz, y con ella su altar.

Me pregunto qué hace falta para que se junten, como lo hicieron la hoja de coca, el pisco y la clarita del huevo, Apega, la Iglesia Católica y el empresariado, sí, aquel que con tanta pasión auspicia esta nueva vieja mistura, y unidos hacer algo por esta iglesia que es un emblema de nuestra identidad criolla, mestiza, de esta nuestra gastronomía que se autoproclama inclusiva.