(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

La palabra ‘paritario(a)’ evoca la idea de igualdad. Para mí, la igualdad es uno de los principios fuertes de la democracia, junto con la libertad, que se sustenta en la deliberación, la dignidad, que en democracia convierte a los seres humanos en ciudadanos y ciudadanas, y el autogobierno, o la capacidad para darnos libremente nuestro gobierno, para autogobernarnos.

La democracia es, pues, una asociación entre iguales. Y, aunque implícitamente es el poder del pueblo, hay que explicitar esto sobre todo a través de la gestación de una cultura de la democracia y de unas instituciones que protejan, amparen y generen su adecuado funcionamiento.

Sin embargo, una cosa es el enunciado de una verdad lógica –cuando decimos que en democracia todos somos iguales– y otra, la verdad empírica; es decir, la realidad, aquella que nos hace ver que ese enunciado de la igualdad no funciona o que funciona a medias.

Esto último ocurre, entre otros casos, con la participación de las mujeres en política, las que, a lo largo de la historia, han sido discriminadas. Y si en los últimos años se ha avanzado un poco en corregir esta situación, es innegable que todavía queda mucho camino para alcanzar la ansiada igualdad.

Por ello, surge la democracia paritaria, para igualar la participación política en cualquier cargo público, así como la capacidad de mujeres y hombres para acceder a estos. En una democracia, que es integradora, no puede haber discriminación alguna. No puede ser excluyente.

Esta exclusión histórica, que es anterior a la democracia moderna, obedecía a una visión equivocada que señalaba que las mujeres no tenían capacidad para gobernar por el solo hecho de ser mujeres. Por eso, cuando Aristóteles dice que el hombre es un ‘zoon politikon’, se refiere a lo masculino y a que las mujeres no estaban capacitadas para ejercer el poder en el mundo antiguo. Nada más equivocado. Pregúntenle, entonces, a Isabel I de Inglaterra y verán qué respuesta tendrán.

Sin duda, existen diferencias entre sexos y eso depende de si tenemos pares de cromosomas XX o XY. Pero una cosa es que exista una diferencia determinada por el código genético, y otra por decisiones masculinas en el ejercicio arbitrario de poder.

“Más del 99% del código genético de los hombres y de las mujeres son exactamente lo mismo. Entre 30 mil genes que hay en el genoma humano, la variación de menos del 1% entre los sexos resulta pequeña. Pero esa pequeña diferencia de porcentaje influye en cualquier pequeña célula de nuestro cuerpo, desde los nervios que registran placer y sufrimiento, hasta las neuronas que transmiten percepción, pensamientos, sentimientos y emociones”, informa Louann Brizendine, famosa neuropsiquiatra de la Universidad de California, en su libro “El cerebro de la mujer”. Incluso, hoy se habla de un enfoque feminista, de una mirada femenina de la política.

La igualdad en la diferencia, como decía Santo Tomás de Aquino, eso, de alguna manera, es la paridad. Porque otra característica de la democracia es la diversidad. Las mujeres no solo tienen los mismos derechos que los hombres de participar en la vida política de una nación. Sino que, para lograrlo, se necesitan mecanismos jurídicos que ayuden a cumplir con este objetivo.

Uno de ellos es la “Declaración de Atenas de 1992”, que solo tiene alcance europeo. La paridad, según este instrumento jurídico, se basa en argumentos demográficos, intelectuales, profesionales, ocupacionales en cargos públicos y privados, de equilibrio y de justicia.

En el Perú, la democracia paritaria debe ser una realidad. Puede que demore, pero se impondrá en la práctica, porque mientras la sociedad patriarcal que estuvo vigente durante siglos hoy agoniza, los ideales de la racionalidad humanista predominarán a la larga. Y en una sociedad así, no cabe ningún tipo de discriminación.