En estos días de grandes afirmaciones, la mayor parte de nosotros no estamos en condiciones de opinar sobre todo lo que ocurre. El virus que recorre el mundo todavía es en parte desconocido. Se prueban vacunas pero nadie sabe si van a funcionar. Las medidas de la cuarentena son las únicas aplicables (llevan siete siglos funcionando, desde la peste medieval), pero también hay un debate en torno a cómo y cuándo pueden relajarse. En medio de las colas de los migrantes, las rebeliones en los penales y otros desastres humanitarios como el de Caquetá, algunos anuncian el pico de la ola de contagios en mayo. Sin embargo, como ha dicho el doctor Tony Fauci, el virus va a decidir su cronograma, si le damos las facilidades.
El índice de letalidad en el Perú es, sin embargo, uno de los más bajos de América gracias a las medidas adoptadas. En otros países la enfermedad avanza a marcha forzada. En dos meses, en Estados Unidos hay más de sesenta mil muertos, una cifra superior a las bajas de cuatro años de la guerra de Vietnam. Cuando en España se cantaba victoria porque hay menos muertos diarios, la cifra volvió a subir esta semana (la cantidad total supera los veinticinco mil). La actual situación política española, jalonada por enfrentamientos (esta semana el presidente de Vox llamó “matasanos” a Sánchez), no es la ideal.
Por otro lado, es alentador ver en los noticieros a un grupo de héroes la mañana del miércoles haciendo cola frente al ómnibus de la selección peruana: un grupo de médicos y enfermeras que iba a pasar cuatro semanas tratando a pacientes en la Villa Panamericana. Todos estaban allí con su maletín, pensando en lo que dejaban atrás y afrontando lo que podía esperarles.
Hoy la vida está regida por el coraje porque está amenazada por el miedo. Es un miedo que viene de la incertidumbre. Salir a la calle es un peligro. Mucha gente al cruzarse se da los buenos días, en una señal de complicidad. Hay un pánico, o una paranoia, del tacto. Cuando uno entra a un local público la prioridad es no tocar cualquier superficie. Las bancas de un parque son zonas de riesgo, lo mismo que los botones del cajero. El baño es un santuario (el rito del lavado de manos dura veinte segundos, según recomiendan, y muchos lo cronometran). Y sin embargo no hemos perdido el sentido de la solidaridad. Allí está el personal de salud y la ayuda de muchas municipalidades para mostrarlo.
Veo otro ejemplo. Un señor de 70 años ingresó con un caso extremo de coronavirus en el Hospital Universitario del Henares en España. Los primeros exámenes le dieron tres días de vida. Durante el mes que duró su internamiento, su hijo nunca salió del cuarto. Hoy en día, el señor Regino se ha restablecido y está en su casa, gracias a los médicos y a la fe de su hijo Juan Antonio.
Los anuncios según los cuales en julio o agosto todo estará mejor no son necesariamente ciertos. Mejor es confiar en la incertidumbre pero también en la esperanza y en la dura paciencia. En una magnífica entrevista con la agencia Andina, el filósofo Miguel Giusti ha dicho que nos falta entender que estamos viviendo un “duelo en medio de la pandemia”. Ese duelo es el reconocimiento de todo lo que hemos perdido y de lo que podemos esperar algún día. Por lo pronto, la necesidad de que un Estado libre provea las necesidades y derechos básicos a todos sus ciudadanos. Concretar la esperanza, aunque ahora parezca tan difícil.