(Foto: Archivo)
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Fernando Berckemeyer

Esta semana, el Indecopi protegió la producción nacional de ciertos tipos de tejidos y calzados al extender la vigencia de derechos antidumping para las importaciones pakistaníes de los primeros y chinas de los segundos.

Como se sabe, los derechos antidumping son tributos que se exige pagar a los bienes que se venden en su mercado de importación (en el caso, el Perú) a precios más baratos que en su país de origen (Pakistán o la China). Son medidas que buscan contrarrestar el daño que esos precios más baratos causan a los productores del país importador.

La noticia suena buena a primera impresión, según suele ocurrir cuando el Estado interviene en lo que de otra forma se decidiría solamente entre productores y consumidores. ¿O es que los peruanos podemos estar en contra de que se proteja a nuestras industrias textilera y de calzado?

Sin embargo, como también acostumbra acontecer con las medidas intervencionistas, una mirada un poco más detenida a los derechos antidumping acaba mostrando que son una mala noticia también para el país que los aplica.

En realidad, basta con preguntarse de qué es que el Indecopi está protegiendo con la decisión mencionada a los productores nacionales para notar el problema. Los está protegiendo de que los consumidores peruanos prefieran a los tejidos pakistaníes y a los zapatos chinos por encontrarlos más baratos. En otras palabras, lo que está haciendo el Estado con estas medidas antidumping es sacar dinero del bolsillo de los consumidores (el dinero que se ahorrarían comprando los textiles pakistaníes y los zapatos chinos) para ponerlo en el bolsillo de los productores.

La razón por la que los bolsillos de los productores peruanos tendrían que importar más a nuestro Estado que los bolsillos de los consumidores peruanos es misteriosa.

Decir que esto se hace para “preservar” una industria nacional determinada no es dar una razón aceptable. Las empresas –y las industrias enteras– no son pandas a los que hay que proteger por el mero hecho de existir. Una empresa o una industria es una buena noticia para la sociedad en la que existe solo cuando produce bienes y servicios con mejores combinaciones de calidad y precio que aquellas otras a las que tienen acceso sus consumidores, dejando al mismo tiempo un margen de ganancia para sí misma. Una empresa que cumple estas características aumenta la riqueza en la sociedad en la que se desempeña con cada una de sus ventas (tanto por el lado de lo que se ahorra el consumidor como por el lado de lo que gana la empresa) y no necesita medidas intervencionistas para prosperar.

Argumentar que hay que proteger a las industrias existentes porque de ellas depende una cadena de personas –por ejemplo, sus proveedores o sus empleados– tampoco es dar una razón satisfactoria. Con ese argumento, el fisco tendría que haber seguido comprando máquinas de escribir a quienes todavía las producían a comienzos de los noventa hasta hoy.

De lo que en verdad dependen las personas que trabajan para empresas que necesitan intervenciones estatales para ser exitosas es de la ayuda que el Estado obliga a alguien más a darles. Es decir, dependen de lo que dejan de ahorrarse los consumidores, en el caso de derechos antidumping; y de lo que pagan los contribuyentes, en los casos de subsidios como los que reciben, por ejemplo, algunos de nuestros productores agrícolas.

Dicho más simplemente: solo se puede depender de verdad de un negocio ahí donde hay un negocio verdadero. Donde no hay negocio real lo que hay es una pérdida, y una pérdida no deja de ser tal porque se traslade de un grupo de productores a un grupo de consumidores (o de contribuyentes).

De más está agregar que las sociedades donde más riqueza y oportunidades se generan (incluyendo nuevos empleos) son aquellas en las que se permite a las empresas nacer y morir fácilmente, haciendo que los recursos fluyan hacia sus usos más valiosos. Por ejemplo, todas esas hectáreas que, gracias a las ayudas estatales, son dedicadas a cultivar arroz caro en nuestra costa, sin dichas ayudas se dedicarían a cultivos que se puedan producir en el Perú a menor costo que en otras partes.

En poco cambia lo anterior los casos de productos importados que son más baratos porque reciben sus propios subsidios en su país de origen. Ahí lo que tenemos es que un populista Estado extranjero está obligando a sus contribuyentes a hacernos un regalo, y los regalos están para ser aceptados.

Entonces, resumiendo, la muerte de una empresa o una industria no es una mala noticia en sí. Solo es una mala noticia que mueran las empresas que son un negocio verdadero. Si una empresa perdura por la protección que recibe del Estado, lo que hace en realidad es generar pérdidas (pérdidas que el Estado con su intervención únicamente mueve de un grupo de personas a otro). Que mueran este tipo de empresas solo puede ser una buena noticia. Su prosperidad es una mentira y en la economía, como en la vida, cuanto antes se derrumban las mentiras, es mejor.