Inercias, por Alberto Vergara
Inercias, por Alberto Vergara
Redacción EC

Hay quienes piensan –o sostienen interesadamente, no lo sé– que la catástrofe venezolana es resultado de la ineptitud de Nicolás Maduro. Con Chávez a la cabeza, el modelo era una novedosa democracia participativa, poseía una economía sana que reducía desigualdades y cuando se señalaba su carácter autoritario o antiliberal, retrucaban con elegancia académica que se trataba, en realidad, de uno posliberal. Hoy que Venezuela se abisma hacia una crisis económica, política y, pronto humanitaria si no se hace algo, aquellos mismos defensores no constatan la descomposición del sistema chavista, sino un país quebrado por la ineptitud del burdo Maduro. 

Hay que salirle al paso a la insensatez. No por defender a Maduro, sino para subrayar que la raíz del problema estuvo siempre en otro lado. El manejo económico venezolano desde inicios de la década pasada, replicó las taras que habían demostrado reiteradamente ser una calamidad en Latinoamérica. El socialismo del siglo XXI era la reedición de una vieja propensión a la farra petrolera. Según “The Economist”, entre el 2000 y el 2012 Venezuela exportó 800 mil millones de dólares en petróleo. Pero la producción de crudo empezó a decrecer desde mediados de la década por el manejo irresponsable de PDVSA. Hoy produce mucho menos que en el 2005 y el precio del barril vale la mitad que hace un par de años. Además, desde temprano, Chávez estatizó centenas de empresas que debieron ser subsidiadas pues perdieron toda productividad.

Hoy, como consecuencia de todo esto y más, Venezuela tiene un déficit de 30 mil millones de dólares y para el 2015 el FMI calcula que su economía se contraerá en 7%.
La construcción de un régimen autoritario también debutó pronto. Según el politólogo Javier Corrales, la Constitución de 1999 otorgaba más poderes al Ejecutivo venezolano que ninguna otra en Latinoamérica; pero, más importante, ya el 2003, por vías formales e informales, Chávez había desbordado incluso semejante poder. Pronto, también, se organizaron los Círculos Bolivarianos, semimilicias para amedrentar opositores, que mucha de la izquierda describía irresponsablemente como “instancias participativas”.

Asimismo, el Poder Judicial quedó lentamente sometido, tanto que de 45 mil decisiones recientes de la Corte Suprema ¡ni una sola ha desafiado al gobierno! Además, se sucedieron golpes de Estado subnacionales, donde gobernadores o alcaldes opositores eran removidos o debilitados a la mala. Finalmente, la alianza íntima entre Chávez y las FF.AA. fue central desde el inicio. A mediados de la década pasada, ya un tercio de los 24 gobernadores eran militares chavistas y, desde entonces, su presencia se ha acrecentado. Así, si hoy se dispara a la gente y se encarcela sin orden judicial, es un resultado largamente madurado, aunque la triste izquierda peruana lo achaque a la oposición “golpista”. 

Y no queda espacio para hablar de la corrupción, la captura de casi todos los medios de comunicación, de las muertes cotidianas en hospitales desabastecidos. Visto desde el Perú, el sistema que se montó en Venezuela es la peor pesadilla: el primer García en lo económico y Fujimori en lo político. En síntesis, responsabilizar a Maduro de la catástrofe equivale a confundir el síntoma con la enfermedad.


Hay quienes piensan –o sostienen interesadamente, no lo sé– que la depresión peruana contemporánea es resultado de la ineptitud de Ollanta Humala. En cambio, con Toledo y, sobre todo, con García, el país era otro, la economía era un portento imparable, la cantidad de celulares vendidos translucía nuestro desarrollo y el ají de gallina servido en plato cuadrado era la manifestación última de nuestro exitoso nation-building. Si alguien señalaba la dependencia hacia los precios internacionales, los déficits institucionales, o sugería que el Estado hacía agua debajo de la borrachera consumista, debía tratarse de un caviar estatista. Hoy que la economía pierde dinamismo y el malestar político alcanza nuevas profundidades, aquellos mismos defensores del modelo peruano no constatan la descomposición de un sistema, sino un país frenado por la ineptitud del burdo Humala.

Hay que salirle al paso a la insensatez. No por defender a Humala, sino para subrayar que la raíz del problema estuvo siempre en otro lado. Si la economía peruana se ha amodorrado se debe, fundamentalmente, a que los precios internacionales bajaron y a que grandes proyectos mineros se truncaron. Pero esto está lejos de ser un producto humalino. Los precios internacionales hubieran afectado a cualquiera y se debe subrayar que los atrofias institucionales de mediación entre Estado y sociedad que, por ejemplo, confabularon contra Conga, son semejantes a las que entramparon varios otros proyectos durante gestiones anteriores. Premunidos de las mismas falencias institucionales, el presidente Kuczynski –con su pasaporte gringo y su bancada limeñísima– no hubiera destrabado Conga y la presidenta Keiko tampoco lo hubiera conseguido a punta de bala. Dejen de vender cebo de culebra.

Decir que nuestra economía se enarenó por responsabilidad de Humala es la mejor manera de quitarle la nalga a la jeringa, es decir, evitar el análisis de las fisuras del sistema político y económico que ha prevalecido por largo tiempo. ¿Qué otra cosa eran las largas ovaciones para Luis Miguel Castilla en las CADE sino el reconocimiento público a quien garantizaba que Humala se mantuviese al margen de la política económica? Se ha celebrado que el mandatario apenas mande, pero se le enjuicia por los malos resultados. Responsabilizar al presidente y a su gobierno apocado transparenta otra forma de caudillismo: anhelar un individuo alternativo y soslayar lo que hemos construido gradualmente. 

Lo bueno y lo malo del Perú de hoy es producto de una tendencia que supera a los gobiernos de turno. Y esto, por cierto, se corrobora en los ránkings internacionales que evalúan estas cuestiones. Si observamos los seis indicadores del Banco Mundial sobre Gobernanza, en cuatro de ellos el Perú mejora sostenidamente en la última década. En cambio, en materia de control de la corrupción nos degradamos sostenida e independientemente de los gobiernos. En cuanto al Estado de derecho, avanzamos y retrocedemos, sin ton ni son. 

El Perú, entonces, no pasa por ninguna crisis. Padece, en cambio, el deterioro progresivo de muchas de sus instituciones. Una economía pequeña era menos difícil de levantar con un Estado de derecho endeble, convenía que partidos y sindicatos hubieran desaparecido, un Congreso desprestigiado y compuesto de amateurs siempre fue útil para impulsar el modelo económico desde el Ejecutivo. No lo sería para siempre. El sistema se ha ido tragando a sí mismo. Aquello que antes lo alimentaba, hoy lo envenena. Pero estamos a tiempo de evitar la atrofia, la crisis. Humala es síntoma y no enfermedad. Que no le cuenten la historia desde las hojas del rábano. Piense en dónde están los nudos de nuestra vida política y económica. Y, sobre todo, recuerde a Mafalda: esto no es el acabóse, solo es el continuóse del empezóse de ustedes.