(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Claudia Cooper

En las últimas semanas la corrupción ha pasado a ser (por fin) la principal preocupación del país. Sin embargo, nada se dice sobre la informalidad. Y toda iniciativa para combatir la corrupción no va a poder ser real si no se enfrenta de forma sostenida una de las principales taras de la economía peruana: la informalidad.

Según cifras del Banco Mundial, en un país en vías de desarrollo, el sector informal produce alrededor del 35% del PBI y emplea alrededor del 70% de la fuerza laboral. Mientras que en el Perú este produce casi 60% del PBI y emplea poco menos que el 75% de la PEA. El Perú está claramente por encima del promedio en ambas medidas, pero es en la informalidad del producto donde la diferencia es alarmante.

Es imperioso entender y discutir de dónde proviene esa diferencia. Las escuelas de pensamiento sobre la informalidad hablan de dos grandes causas: la falta de desarrollo y la mala gobernanza. La primera es consecuencia de la baja productividad y de la carencia de capital físico y humano. Potenciar la inversión (capital físico) y la educación y capacitación de calidad (capital humano), así como promover un mejor entorno tributario y financiero (productividad), son tareas pendientes para reducir nuestras brechas en productividad.

Sin embargo, a pesar de nuestros evidentes retrasos en productividad, la mala gobernanza es un reto aún mayor. Esta está referida a la calidad y eficacia de nuestras regulaciones, un deficiente sistema de fiscalización y al bajo nivel de servicios públicos (como el acceso a la protección judicial).

Se necesita abordar, paralelamente a las reformas judicial y política que hoy se instalan como primera prioridad en el país, un planteamiento que inicie el camino hacia la formalización de las mayorías. Las reformas dirigidas al minoritario sector formal solo agrandan la distancia entre las instituciones y la mayoría ciudadana.

Necesitamos, pues, la transformación de nuestra normativa desde una única posición sancionadora hacia una que consiga un equilibrio entre hacer la formalidad atractiva y alcanzable vs. penalizar la informalidad. Es decir, necesitamos un marco institucional y jurídico que permita separar a aquellos con voluntad de acogerse a las normas de aquellos que elijan mantenerse en la ilegalidad y la opacidad. Uno que haga viable la realidad económica y que no la obligue a estar fuera de ella. El consenso conseguido en el tema de las cooperativas es un inicio. Quedan pendientes dos iniciativas cuyo debate se inició hace unos meses y hoy quedó suspendido.

La primera es determinar el alcance y mecanismo para la reparación civil que deben pagar aquellas empresas formales que le fallaron a la justicia. Esta constituye una tarea que hay que enfrentar. Empezar a mirar realidades internacionales exitosas en esta materia podría ayudarnos a salir de la absoluta desorientación que hoy domina las discusiones en este tema.

La segunda es trabajar hacia un marco tributario que trascienda el universo productivo formal. Esto es fundamental para garantizar el respeto por la institución tributaria y para mejorar su rol fiscalizador. Vivimos obsesionados con fiscalizar a quienes tenemos a la vista sin hacer el menor esfuerzo por detectar a quienes no lo están y que buscan perpetuarse en el anonimato. Eliminar el impuesto al crecimiento empresarial, homogeneizar regímenes, vincular la formalidad tributaria a beneficios como la protección a la salud, masificar el uso de tecnologías para agilizar procesos, detectar prácticas elusivas y minimizar la discrecionalidad burocrática son aspectos que deberíamos exigir en toda reforma tributaria.

La informalidad es un término usado para describir al grupo de firmas, trabajadores y actividades que operan fuera del marco legal y regulatorio. Dado que todo nuestro andamiaje jurídico y regulatorio está diseñado únicamente para un segmento minoritario, es ilógico pretender erradicar la corrupción sin incorporar a la mayoría bajo el paraguas de la legalidad y permitir que esta pueda moverse dentro de ella. Y es que la realidad económica subyacente a nuestra desconectada legalidad termina siendo una marea que debilitará, tarde o temprano, cualquier intento de construir institucionalidad en el Perú.