(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Luciana Olivares

No te hagas, que a todos nos ha pasado. No dejar de pensar en ella o en él. Creer que no tiene defectos y gustarte hasta sus codos, como dice Chichi Peralta. Soñarla dormido y despierto. Defenderla con uñas y dientes si alguien osa siquiera cuestionar tu apego. Ponerte loco, ciego, sordomudo como Shakira porque solo te basta tu instinto para saber que estás eligiendo bien. Ir rápido y saltarte las etapas. Pero antes que te venga la nostalgia y pienses en esa persona que protagonizaría este texto, con cara de cordero degollado –o ira, dependiendo de cómo acabó la cosa–, te cuento que lo que acabo de describirte es el acto de enamorarte de tu idea o producto, uno de los principales motivos por los cuales emprendedores y grandes empresas fracasan.

Pensaba en esto mientras escuchaba a un exitoso emprendedor contándome apasionado su nueva idea para pasar al siguiente nivel. Todo bien con la pasión, no me malentiendan, pero cuando la pasión nubla la razón, así como en la vida personal, estamos en problemas. En cinco minutos de charla me mencionó cinco veces la palabra ‘tecnología’, ‘inteligencia artificial’ unas tres, ‘innovación’ unas dos. Pero la palabra ‘cliente’, cero. Ni qué decir de cómo monetizaría la idea y su plan de negocio, ambos conceptos ni siquiera tuvieron mención honrosa. Pero lo que más me preocupó es que cuando le pregunté qué problema del cliente estaba resolviendo con esta nueva solución, trató de atarantarme como hace tu hijo cuando no hizo la tarea. Conclusión: ni él tenía claro qué estaba resolviendo. Pero eso sí, te podía hasta dibujar el último ‘gadget techie’ que estaba desarrollando.

Me tocó darle ‘feedback’ y mientras asumía mi rol de pinchaglobos la cara se le transformaba. Como te imaginarás, no me hizo caso. No solo a mí, sino tampoco a otros mentores que luego me enteré le habían advertido de las mismas cosas. Siguió con su idea y fue descalificado de participar en una suerte de ‘roadshow’ con inversionistas internacionales.

Cuando te enamoras de tus ideas te vuelves menos efectivo, porque te vuelves selectivo con lo que quieres escuchar del ‘feedback’, y pierdes la posibilidad de verdaderamente mejorar tu oferta. También pierdes oportunidades porque tu amor ciego no te permite siquiera pensar en que exista una idea mejor que la que ya tienes. Caes pesado –tema no menor, porque a nadie le gusta relacionarse ni trabajar con los dueños de la verdad– y finalmente te lleva a ser obsoleto, porque la innovación justamente se trata de un proceso flexible donde constantemente cambias y aprendes.

Pero te equivocas si piensas que mi moraleja es decirte que no te enamores. Enamórate y mucho, pero del problema que piensas resolver para tu audiencia. Obsesiónate por conocer todo de él, por dentro y por fuera. Entiéndelo así te raye la cabeza a veces y te frustre por momentos. Sueña dormido y despierto, pero por descubrir una solución. No le quites la mirada ni te dejes seducir por aventuras pasajeras. Comprométete con la cabeza y el corazón. Y, sobre todo, no tengas miedo de hacer las preguntas correctas: ¿tengo claro a quiénes les estoy resolviendo el problema? ¿Mi público estaría dispuesto a pagar por resolverlo? ¿Es realmente la mejor solución? ¿Es escalable?

Enamorarse de un problema que quieres resolver para tu cliente es la mejor garantía de que no vas a perder el foco y que vas a utilizar todos tus recursos en una idea o producto que contribuya a tu negocio –y por supuesto, que haga más sólida tu relación para que no acabes ni con la billetera ni el corazón rotos–.