Patricia del Río

Cuando uno ya vivió lo suficiente tiene distintas estrategias para marcar hitos que permiten su historia. A veces son los años los que importan: el cumpleaños número 15 u 80. También eventos como el matrimonio que dividen nuestra en la etapa de soltera y de casada.

Particularmente me gusta asociar etapas de mi vida a hitos más personales. Tengo una ‘playlist’ en Spotify a la que denomino el ‘soundtrack’ de mi vida. Ahí está la cortina musical de mis dibujos animados o la canción de moda del verano en el que me dieron mi primer beso. Lo mismo podría hacer con los libros que me han marcado o, si queremos ponernos más ligeros, con la ropa que usé en distintas etapas. En lugar de referirme a mis 17 años podría decir el verano de mi minifalda a rayas.

Les recomiendo que traten de segmentar su vida en función de cómo se sintieron, de las emociones que experimentaron en distintos momentos. No es que vayan a descubrir nada extraordinario, pero ayuda a entender en qué tipo de persona nos hemos convertido. Dice Tiffany Watt, autora de varios estudios interesantísimos sobre las emociones humanas, que el amor, dolor y alegría que experimentamos son fenómenos cognitivos, pero también son producto de nuestros valores, nuestras prioridades. Las sociedades cambian, las emociones también. Y esta historicidad nos explica.

Para los nacidos en los 70 esa fue la década de la prepotencia. Nos gobernaba un régimen militar que determinó con qué uniforme íbamos al colegio, qué productos consumíamos, a qué hora debíamos estar en casa. Tengo vagos recuerdos asociados a algo parecido al miedo al hombre uniformado.

Los 80 están plagados de oscuridad. Revisando el léxico sobre emociones que recoge Watt me encuentro con un término coreano que se ajusta a la situación. ‘Han’ se usa en Corea para referirse a un sentimiento colectivo de opresión y aislamiento. Una pena ante adversidades cuya superación está más allá de las propias capacidades de los individuos. Los 80 fueron la década del fracaso de la esperanza democrática. Fueron años de desolación.

En los 90, en cambio, pasamos del caos a la desvergüenza. El poder ya no se comportaba despótico o ineficiente, sino profundamente conchudo. Se robaba al ritmo de cumbia, se salía de la crisis a bordo de combis informales y universidades de medio pelo. Fue la década de la pendejada, del salvémonos a cualquier precio. Vivíamos en una barbarie festiva, en una fiesta de narcos de la que se disfruta sin hacer preguntas.

El nuevo milenio llegó con decepción. Nuestros políticos ahogaron cualquier esperanza de cambio en vasos rebosantes de whisky etiqueta azul. Fueron tiempos de frivolidad, de bailar creyendo que la vida era un carnaval cuando seguía siendo una tragedia para millones de peruanos. Se recuperó cierta institucionalidad, pero fuimos víctimas de la autocomplacencia. Nos estaba yendo mejor y decidimos comportarnos como el nuevo rico que se gasta la plata en carros de US$500 mil sin haber arreglado antes las tuberías de su casa.

Pero de toda juerga se despierta con resaca. Y ese es el signo de los últimos años. Del 2015 en adelante somos como el borracho que al día siguiente no sabe por qué está chocado su auto, ni se acuerda dónde dejó su billetera. Miramos a nuestro alrededor convencidos de que el daño ya está hecho y nos está pasando factura. Apatía, agotamiento podrían ser las palabras claves que nos definen hoy. La “fiesta” ya se acabó y las colillas y el olor a trago se han impregnado en todo.

En finés existe el término ‘Kaukokaipuu’ para referirse a la añoranza por un lugar en el que nunca se ha estado. Es una manera de expresar que quisiéramos estar en cualquier otro sitio que no sea este en el que nos sentimos atrapados, para escapar de esa pátina de mediocridad que lo está carcomiendo todo. ‘Kaukokaipuu’ es la palabra.

Patricia del Río es periodista