Vivimos en estos meses una crisis expresada en la rápida pérdida de apoyo que ha sufrido el nuevo presidente y en el descrédito de los poderes instituidos por el modelo republicano que, el próximo año, cumplirá el quizás más triste de los que se tengan memoria en América Latina. Si cae este Gobierno y se nombra a algún gobernante provisorio, como parece posible, habremos tenido siete presidentes en los seis años corridos entre el 2016 y el 2022; un récord que nos devuelve a los más convulsionados momentos del siglo antepasado, cuando la República emitía sus primeros balbuceos.

En parte, la crisis se origina en el hecho de que desde el 2016 los presidentes no han contado con una mayoría en el que los respalde y que facilite su Gobierno. Sea porque no la ganaron en las elecciones o porque no consiguieron construirla después. En algunos casos, ni siquiera lo intentaron, sino que prefirieron jugar con la más ruda arma de la disolución del Parlamento o con la idea de que la habitual impopularidad del Congreso finalmente jugaría a su favor. Cualquiera de estas opciones dejaba malherida a la institucionalidad republicana.

La inviabilidad de los gobiernos sin mayoría parlamentaria luce como una constante de nuestra historia política, porque a lo largo del siglo XX ningún gobierno sin esa mayoría pudo siquiera sobrevivir. Ahí están los casos de Billinghurst, Bustamante y Rivero y el primer régimen de Belaunde en el siglo pasado, y los de Kuczynski y Vizcarra en lo que va del presente siglo para probarlo. No tendría por qué ser así. El modelo republicano se sostiene en la separación de poderes y en el hecho de que el Congreso debe controlar y equilibrar el poder del Ejecutivo. De modo que hasta parecería saludable que quienes tengan mayoría en aquel sean precisamente los de oposición, pero a nuestra precaria República semejante situación le ha resultado una prueba más ácida que la leche de tigre.

De ahí que algunos hayan propuesto que lo mejor sería que los legisladores sean elegidos en la segunda vuelta en vez de en la primera, o introducir unas elecciones parlamentarias a mitad de mandato que refresquen la representación congresal. Estos procedimientos no asegurarían que el presidente tenga mayoría en el Legislativo, pero sí la propiciarían, especialmente el primero.

Sin embargo, no se trataría más que de parches temporales, porque la crisis revela una falla más honda de nuestra constitución nacional, que es la dificultad de construir mayorías sólidas en torno de un proyecto. Nunca ello ha sido fácil por estas tierras. Por eso fue vencido Túpac Amaru II, el logro de la Independencia necesitó de apoyo externo y nos tocó sufrir la derrota en la guerra del salitre, ocasión en la que, a decir de Manuel González Prada, los peruanos fuimos un saco de limaduras de plomo antes que un puño de hierro. La diversidad jerarquizada de razas y culturas, fundida con la desigualdad material, engendró una actitud de recelo y desconfianza entre unos y otros que dominó nuestro escenario político. Desde finales del siglo XIX hasta 1980, dicha dificultad fue camuflada en la escena oficial por un sistema político que mantenía cierto orden y apariencia de modernidad, al costo de excluir a un grueso sector de la población. Para que tengamos una idea de ello: en las elecciones de 1963 los votantes hábiles fueron uno de cada cinco habitantes, mientras que en las del año pasado lo han sido tres de cada cuatro.

Naturalmente, es mucho más difícil poner de acuerdo a una cantidad mayoritaria de la población que solo a una quinta parte que ha recibido la misma clase de educación formal. El colapso de los antiguos partidos políticos puso de manifiesto la dificultad que tuvieron para acomodarse al nuevo escenario, en el que la votación se volvió casi universal y con electores que en su mayoría son trabajadores informales o cuentapropistas. A esta situación, se sumó la labor del antivoto en los últimos procesos, la división del voto entre Lima y las regiones, escarnecido por nuestro sempiterno centralismo, y la escisión entre las élites educadas y quienes tienen que plagiar una tesis para poder tener un título universitario.

Desde la ocasión de la Independencia, quizás nunca ha sido tan difícil poner de acuerdo a la población del país en torno de unas metas y un modelo a seguir como en esta coyuntura. Necesitamos proyectos y líderes que logren crear aspiraciones y sentidos políticos comunes entre los comerciantes de Gamarra y los comuneros de Challhuahuacho, o entre los votantes de Sullana y los de Puno. Hallar un punto de consenso entre el modelo económico de la gran empresa y el pequeño Estado de los unos, y el del Estado interventor y redistributivo de los otros. Un primer paso tendría que ser aclarar cuáles son precisamente los modelos en disputa. No solamente en el plano económico, desde luego, sino también en los modelos de educación pública y del sistema político, entre otros. Tal parece ser el reto que el bicentenario ha puesto a los peruanos de esta hora.

Carlos Contreras Carranza Historiador y profesor de la PUCP