“En los próximos 10 años veremos al país convergiendo hacia el pleno desarrollo o permaneceremos estancados”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“En los próximos 10 años veremos al país convergiendo hacia el pleno desarrollo o permaneceremos estancados”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Roberto Abusada Salah

En mi columna anterior (, El Comercio, 9/1/20), argumenté que la década que se inicia sería decisiva para el desarrollo del Perú. En términos sencillos, en los próximos 10 años veremos al país convergiendo hacia el pleno desarrollo o permaneceremos estancados, sin visos de acercarnos al nivel de progreso que hoy tienen los países desarrollados. En los próximos años, el Perú tendrá el doble reto de recomponer un Estado que pueda –efectivamente– devolverle al país un grado aceptable de gobernabilidad y, al mismo tiempo, lidiar con un escenario internacional totalmente distinto al de los años que siguieron a la caída del Muro de Berlín. Un mundo multipolar en el que las relaciones económicas y políticas serán cada vez menos predecibles.

En la esfera doméstica, se deberá adoptar una verdadera que ponga al ciudadano en capacidad de influir sobre las políticas públicas que resuelvan eficientemente los problemas más acuciantes que lo afectan. Esto solo se puede lograr con un contacto cercano entre el elector y sus representantes. Y la única manera de conseguirlo es adoptando distritos electorales pequeños para una Cámara de Diputados, en donde la rendición de cuentas de los elegidos pueda ser cabalmente fiscalizada por los electores. Igualmente, se tendrá que adoptar un Senado elegido en un distrito nacional único. Los senadores serán quienes, además de desempeñar las tareas de otorgar a la labor legislativa un grado suficiente de idoneidad, tendrán la monumental función de rescatar el carácter unitario de la nación, consagrado en la Constitución. Así como cada diputado debería buscar llegar a consensos legislativos velando por el interés de los grupos sociales que lo eligieron, el Senado debería representar al país en su conjunto. Por supuesto que esto implica rehacer por completo el proceso de regionalización. Las seis leyes de desarrollo constitucional dictadas para cumplir con el mandato de constituir regiones que acercaran al Estado con la ciudadanía son, a mi juicio, buenas leyes que han sido pésimamente aplicadas, con el resultado de haber desmembrado a la nación. El carácter unitario de esta ha sido obliterado, y su gobernabilidad, gravemente mellada.

Ciertamente, la reforma del sistema de justicia debe ir mucho más allá de la simple creación de la . Pretender que esta reforme todo el sistema de justicia equivale a creer que se puede poner a un inspector en una gran corporación plagada de problemas y esperar a que se resuelvan todos los problemas de producción, recursos humanos, procesos de auditoría, control de riesgos, cumplimiento, estrategia, gobierno corporativo, etc. Será imprescindible que la JNJ no se convierta en la excusa para evitar una reforma verdaderamente profunda que instale en el país el imperio efectivo de la ley.

Debemos tomar conciencia, además, de la inseparabilidad de la esfera económica y el desempeño de las instituciones. La economía peruana, más allá de su actual fortaleza macroeconómica, sufre de males endémicos sin cuya solución resultará imposible crecer vigorosamente, generar empleo adecuado y proveer servicios básicos en salud, educación e infraestructura productiva. En el centro de estos males está el bajo nivel de productividad de la economía en su conjunto y la abismal diferencia entre la productividad de las pequeñas empresas y las grandes. Naturalmente, el grado de productividad de un país está directamente relacionado con el nivel educativo de sus trabajadores, la dotación de capital físico y la calidad de la infraestructura productiva. Están, además, la calidad de las instituciones, la facilidad para hacer empresa, la paz social y la seguridad ciudadana.

Pero en el Perú existe un problema fundamental que hace que las pequeñas empresas tengan un nivel de productividad tan deleznable. Y aquí se mezclan varios males cuya manifestación más visible es el enorme grado de informalidad laboral. El costo de la formalidad en el país es llanamente impagable para las pequeñas empresas, y sus posibilidades de crecer eventualmente y convertirse en empresas medianas más productivas son casi nulas. Así, tenemos que las medianas empresas son prácticamente inexistentes: solo existen empresas grandes y millones de micro y pequeñas empresas. La manera usual en la que las pequeñas empresas se vuelven más productivas es mediante su creciente relación con empresas de mayor tamaño e integrándose a las cadenas de valor en la producción de bienes, partes y piezas de productos dentro del país y a escala internacional. Al centro de este anormalmente alto nivel de informalidad está la irreal política laboral, y la frondosidad de trámites y permisos. Estos dos aspectos pueden y deben ser afrontados con decisión, inteligencia y, sobre todo, liderazgo. Pero sin mejoras urgentes en la esfera política, todo intento de rápido progreso está destinado al fracaso.