"El capitalismo, desde luego, no ha acabado con los problemas en el mundo. Y probablemente nunca lo hará. Pero ha producido más bienestar y mejora de la calidad de vida de los habitantes del planeta que el socialismo y todas sus versiones embozadas". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"El capitalismo, desde luego, no ha acabado con los problemas en el mundo. Y probablemente nunca lo hará. Pero ha producido más bienestar y mejora de la calidad de vida de los habitantes del planeta que el socialismo y todas sus versiones embozadas". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Mario Ghibellini

“El mundo nunca volverá a ser lo que era”, repiten los partidarios del intervencionismo económico y la ingeniería social, y se frotan las manos. Creen o sienten que, con la epidemia del COVID-19, una especie de castigo divino se ha abatido sobre una humanidad en la que el impulso por procurarse bienestar sobre la base del esfuerzo individual y la competencia había ganado misteriosamente la batalla ideológica, y que ahora, en medio de la necesidad y el miedo, les ha llegado la hora de imponer sobre el resto un modelo de sociedad que han acariciado durante décadas, ocultos bajo los ladrillos que les cayeron encima cuando se derrumbó el Muro de Berlín.

Porque con el desmoronamiento de la Cortina de Hierro no solo se vino abajo un sistema político –el de las tiranías estalinistas y el Estado policíaco–, sino, sobre todo, una concepción de la economía. Aquella en la que los burócratas iluminados podían supuestamente asignar recursos mejor que el mercado, dictar precios y programar qué es lo que hacía falta producir y en qué cantidad para que todos fueran felices. La dictadura, en realidad, era el régimen indispensable para que esa concepción de la economía, empobrecedora y más favorecedora de la corrupción que cualquier otra, continuara dominando esos países. Y de hecho lo sigue siendo en los lugares donde ese delirio sigue impidiéndole a la gente buscar un camino para salir de la miseria: Cuba, Venezuela, Corea del Norte.

Los representantes de esa forma de pensamiento en el tratan de marcar distancias frente a esos deplorables fenómenos políticos, pero son los mismos que –si tienen edad suficiente– actuaron en su momento como si la Primavera de Praga hubiese sido el nombre de unos juegos florales en la antigua Checoslovaquia o la Revolución Cultural, el de una campaña de alfabetización en la China de Mao. Y si son muy jóvenes para ello, se ponen a tartamudear cuando les preguntan si el gobierno de Nicolás Maduro es una dictadura.

“Nosotros creemos en el mercado pero…”, dicen. Y si uno analiza todo lo que colocan después de ese ‘pero’, descubre que es exactamente aquello que socava sus bases. Existen también, por supuesto, los que, víctimas de un aturdimiento cognitivo, creen que creen en el mercado. Pero en última instancia, acaban acompañando el esfuerzo de los primeros por deslizar una hoz sobre la libertad económica después de cada martillazo al que la lucha contra el obliga al gobierno.


–Afán de locro–

¡! ¡Control de precios contra la especulación! ¡Regulación de las pensiones en la educación privada! ¡Topes a las tasas de interés bancarias y a los alquileres que cobran los rentistas! ¡Abajo la suspensión perfecta de labores! Esos y otros semejantes son sus gritos de guerra. Gritos de guerra que, como todos, están provocados por alguna furia ancestral, y no por un razonamiento lógico.

Si hicieran el cálculo de lo que se ganaría y se perdería para la economía en general –y en esa medida, para la sociedad en su conjunto– con esas iniciativas, llegarían a conclusiones que les arruinarían el fuego revolucionario en el que hoy sienten que se doran. Y entonces no se los puede perturbar sugiriéndoles que lo hagan.

No les interesa saber qué es lo que realmente se podría hacer con un impuesto adicional a los ingresos (el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, ha aclarado que esa sería la forma que adoptaría el presunto “impuesto a la riqueza”). Lo que en el fondo persiguen es ‘castigar’ la riqueza misma, que consideran pecaminosa porque siguen creyendo que se consigue a costa de la pobreza de otros.

Les parece que está bien juntar lo suficiente como para comer cada día, pero no acumular ganancias como para labrarse una situación de abundancia o lujo. Consienten, digamos, el afán de locro, pero no el de lucro. No han entendido todavía que en la búsqueda del propio bienestar se ocasiona –deliberadamente o no– el ajeno. “La riqueza de las naciones” 101.

Miran para otro lado cuando alguien les hace notar que el problema no está en el ‘’ –un chiste que merecería una columna aparte– que le permitió al Estado Peruano desarrollar las espaldas fiscales que hoy le sirven para paliar los estragos de la emergencia en tantas familias pobres, sino en la incompetencia de los responsables de que se echaran por la borda más de 4.000 millones de dólares en el supuesto reacondicionamiento de la refinería de Talara en lugar de destinarlos al sector Salud. O cuando se les señala que ese mismísimo sector dejó de ejecutar el año pasado el 42% de su presupuesto (1.500 millones de soles) para “adquisición de activos no financieros”.

Son, como dijo recientemente un filósofo contemporáneo, “inmunes a la data”. Los desvela únicamente la posibilidad de imponer, al amparo de la emergencia, lo que nunca pudieron ganar en las urnas o en el debate académico.

¿Quiénes son específicamente? No importa. Todos los podemos reconocer cuando chapan micro en los medios o en el Congreso. Además, ¿para qué individualizarlos si lo que los atolondra es el colectivismo?


–Pregunta para chapulines–

El , desde luego, no ha acabado con los problemas en el mundo. Y probablemente nunca lo hará. Pero ha producido más bienestar y mejora de la calidad de vida de los habitantes del planeta que el y todas sus versiones embozadas. No conviene olvidarlo.

Cuando toda esta pesadilla haya pasado –y lo hará–, la pregunta esencial seguirá siendo: si levantamos la alambrada entre Corea del Norte y Corea del Sur, ¿para qué lado creen que correrá la gente?


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