Juan Paredes Castro

A lo largo de su historia, el nunca vio tan nítidamente la cercanía y al mismo tiempo la lejanía de rescatar e impulsar su reconstrucción democrática a largo plazo como en los años 2000 y 2001.

No le faltaba prácticamente nada, como la llegada a su fin de una autocracia de 10 años, para que la primera opción (la de la cercanía) fuese posible. Igualmente, no le faltaría nada, como la prisa por ir a nuevas elecciones y el abandono de un casi milagroso e irrepetible consenso político, para que la oportunidad (en la lejanía) se escurriese entre las manos.

El retrato político del año 2000 y 2001 tiene atravesado en su textura íntima esos dos momentos: el de la ganancia efímera (haber llegado a acuerdos y consensos) y el de la pérdida duradera (no haber logrado plasmarlos en un proyecto de largo plazo).

En efecto, hasta ese momento, nadie había previsto dos acontecimientos entrelazados: la rápida construcción de un consenso partidario en el Congreso, del que formaba parte el propio depuesto fujimorismo, para administrar la crisis política, y la designación del parlamentario acciopopulista Valentín Paniagua, fruto del mismo consenso, como presidente de un . Este debía hacer un urgente control de daños de la institucionalidad afectada y del siniestro mecanismo de corrupción descubierto, garantizar la neutralidad y credibilidad de las próximas elecciones y crear las condiciones necesarias para el inicio de la reconstrucción democrática y constitucional del país.

Por si esto fuera poco, para empezar a transitar por el expedito sendero de la tan anhelada reconstrucción democrática, la instalación de una mesa de diálogo auspiciada por la OEA, una de las más importantes de su tipo en el manejo concertado de crisis política que se recuerde en el hemisferio, trajo consigo dos grandes sucesos: un consenso político partidario irrepetible en el país por su naturaleza y resultados, y un mecanismo de consulta y debate que hizo posible, para sorpresa de esos días cruciales, que los acuerdos aprobados en aquella instancia de deliberación pasaran de frente al Congreso para convertirse, por consenso también, en leyes. Qué papel tan distinto y superior el de aquella OEA respecto al de la actual en el caso peruano.

Se consignan en mi libro “La República incompleta” (2003) testimonios y documentos, con todas y cada una de las firmas de los representantes de los partidos, organizaciones y movimientos involucrados, que describen y sustentan, con total credibilidad, cómo las virtudes de la concertación y el consenso de aquel momento, por encima de las diferencias ideológicas y políticas, abrieron las puertas a una nueva manera de entender la política y el sentido del poder político.

Lamentablemente, la mejor y más grande oportunidad que se había presentado para impulsar una reconstrucción democrática y constitucional de largo plazo, sobre la base del efectivo control de daños inicial que se había hecho con la autocracia fujimorista de 10 años, se perdería lenta y gradualmente en su propio punto de partida entre los años 2000 y 2001. El gobierno de transición tenía un plazo corto sujeto al tiempo electoral y a la entrega del cargo a un nuevo mandatario electo al término de ocho meses. Y las presiones políticas partidarias por ir a nuevas elecciones –presiones similares a las de los viejos tiempos de recuperación democrática a fardo cerrado después de una dictadura– calaron más en la coyuntura que la madura reflexión de prolongar el gobierno de transición de Paniagua por un tiempo más.

Se trataba de evitar dejar a medio hacer, una vez más, cambios y reformas que nos permitieran retomar el poder, sin duda democráticamente, pero en mejores condiciones institucionales y constitucionales. Se trataba de la pertinencia de darnos una pausa más en beneficio de un republicanismo menos vulnerable.

Una vez más, el facilismo de la oportunidad electoralista pesaría más, y sobre todas las cosas, que la dificultad de lograr un acuerdo de gobernabilidad.

Sin embargo, a sabiendas de que la prisa electoral se llevaría de encuentro las mejores iniciativas y acciones reformistas, los años del gobierno de transición y los siguientes, como el 2003, en que se publicó la primera edición del mencionado libro, albergaron muchas reflexiones sobre los desafíos centrales y fundamentales de una República que asomaba, una vez más, incompleta en su forma y fondo, y hasta como destino.

De ese tiempo de reflexión y escepticismo constructivo sobre nuestra precaria institucionalidad democrática, y de las lecciones optimistas que dejaron la mesa de diálogo de la OEA, los acuerdos por consenso de los partidos involucrados y las acciones y omisiones del gobierno de transición provienen los cinco capítulos de “La República incompleta”, con los que vuelve a encontrarse el lector de ayer y con los que va a encontrarse el lector de hoy (en una perspectiva distinta del tiempo y de los hechos).


*Este texto (inédito) proviene del prefacio del libro “La República incompleta”, que el autor y Crisol han puesto en circulación en su segunda edición. La primera edición fue publicada en el 2003 por la Friedrich Ebert Stiftung.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es analista político