Recuerdo bien la cara de José María Arguedas el día que llegó a la casa con un paquete en la mano. Había traído un regalo que, nos dijo, era muy especial. De inmediato sacó unos libros de dibujos, a modo de tiras cómicas, donde la protagonista era una niña de pelo abundante y cabeza redonda. Su nombre era la repetición de una misma letra de sonidos abiertos, capaces de convocar a todos. Mafalda.
Mis hermanos y yo, que recibíamos ese regalo, le prometimos leer los libros y él nos dio la mano y regresó a su Volkswagen que estaba estacionado frente a la casa. Un poco después, cuando nos invitó al Estadio Nacional, a ver un clásico del fútbol peruano, nos estuvo hablando del autor de los libros, un argentino llamado Quino. “Un tipo excepcional, de una inteligencia luminosa”, nos dijo, mientras salíamos del auto.
Mafalda había aparecido pocos años antes. Aunque la primera tira cómica se publicó en 1964, pronto iba a cobrar una nueva dimensión. En 1966, un golpe militar del general Juan Carlos Onganía había instaurado un régimen de terror. Las víctimas no solo eran opositores políticos, sino todo aquello que no fuera considerado como parte de las “buenas costumbres”. Con “La noche de los bastones largos”, en la que se reprimió brutalmente a alumnos y profesores de las universidades, Onganía inauguró sus años de estupidez y violencia. Durante ese periodo, se prohibieron películas como “Blow Up”, de Antonioni y funciones de ballet de “La Consagración de la primavera”, de Stravinski. Unos años después, en 1969, la insurgencia llamada el “Cordobazo” se manifestó en contra de los asesinatos de la dictadura.
En este contexto, la figura de Mafalda cobró un sentido especial. Quino, que por entonces tenía treinta y tantos años, era hábil para referirse a la violencia en otras áreas del planeta, pero todos entendían que aludía a lo que pasaba en Argentina. Como ha ocurrido muchas veces, el humor es un arma especialmente relevante en tiempos de dictadura. No hay un modo más directo de quebrar el monolito primitivo de la mente de un dictador que el trabajo de un humorista. Los dibujantes y cómicos que hemos tenido en el Perú durante los tiempos de Juan Velasco y Alberto Fujimori dan prueba de ello. Sin embargo, es evidente que Mafalda y sus amigos (Manolito, Guille, Libertad y los otros) van más allá de su contexto y aluden a algo esencial en todos nosotros: el asombro ante la estupidez y la violencia institucionalizada en el poder. Me pregunto hoy, por ejemplo, por los comentarios que habría hecho Quino sobre el último debate entre Donald Trump y Joe Biden.
Aunque hijo de inmigrantes españoles, había algo profundamente argentino en Quino, por su extraordinaria capacidad por la ironía, una de las virtudes que más apreciamos en los rioplatenses. No es extraño que pertenezca al país que nos dio a Les Luthiéres y a Julio Cortázar, con quienes tiene muchos vínculos. Cuando a este último le preguntaron qué pensaba de Mafalda, contestó: “Lo importante es lo que piensa Mafalda de mí”.
Algunas frases de Quino dan vueltas siempre, pero me quedaría con una de las más sencillas: “Cada vez hay más gente y menos personas”. Otra de sus frases es siempre actual: “Ya que no podemos amarnos los unos a los otros, ¿por qué no probamos amarlos los otros a los unos?”. También recuerdo su fórmula para una vida inversa: “La vida debería ser al revés. Se debería empezar muriendo y así ese trauma está superado”. No es extraño que le hubiera gustado tanto a Arguedas.