(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Durante mucho tiempo las ciencias sociales manejaron diferentes concepciones del tiempo. Para empezar, se asumió la existencia de un tiempo casi inmóvil, al que se llamó la “larga duración”. Este tiempo lento estaba definido por la vigencia de costumbres e instituciones que se imaginaban como naturales e inmodificables. A esta temporalidad se asignaban las continuidades humanas más significativas como pueden ser el patriarcado, el racismo y la dominación étnica.

En el otro polo de la “larga duración” se ubicaba el reino de la eventualidad con los acontecimientos cuyo despliegue marca nuestras vidas e historias. Y ello en los distintos dominios de la familia, la religión, la cultura, la guerra, el progreso, el desarrollo científico y la paz.

Finalmente, en el medio entre la larga duración y la eventualidad se situaba el tiempo de los hechos históricos más estables. Por ejemplo, los regímenes políticos o las formas de gobernabilidad.

Estas clasificaciones fueron de gran ayuda para pensar la historia humana. Sobre todo en la medida en que se empezó a comprender que mucho de los inmóviles años de repetición de lo mismo correspondían al acentuamiento de la “solidez” de lo establecido y enraizado.

Entonces, lo “sólido” comenzó a perder fijeza y estabilidad, y la metáfora de moda para hacer referencia a la realidad pasó, de la mano de Zygmunt Bauman, a ser lo “líquido”. Es decir, algo sin forma que se adapta a diferentes recipientes y formatos sin llegar a tener una solidez propia o natural. Los matrimonios, las promesas, la misma vida cotidiana se convierten en realidades cada vez más discontinuas y menos definibles e imperiosas.  

En los últimos años el avance de lo “líquido” ha sido espectacular. Y aun más en los recientes meses, en los que esta aceleración ha hecho retroceder tan significativamente la mentalidad patriarcal.  

Se trata de una tendencia mundial que atraviesa sociedades, culturas y religiones. La crítica feminista no está dispuesta a transar por menos que una igualación de oportunidades para todas la formas de ser mujer u hombre. Y esta perspectiva entusiasma. Es la realización de un paso más en el camino de la justicia. En prohibir la violencia que intimida, esclaviza y deprime.  

La proliferación de acontecimientos que muestran la podredumbre del sistema patriarcal está cambiando los términos del debate. Hoy, por ejemplo, y a diferencia de hace unos pocos años, resulta difícil defender una frase como “con mis hijos no te metas”.  

En efecto, la defensa de un reino oscuro donde los niños y niñas no tienen el derecho de conocer sus cuerpos representa el intento de salvar para los depredadores un espacio de caza exclusivo, so pretexto de la inocencia o protección de los infantes. Entonces surgen los Figari, los Maciel o los Karadima. Y lo que resulta tan decepcionante es que ni siquiera la renovación eclesial, propiciada por el papa Francisco, los combata con la dureza que se merecen.  

En todo caso, el progresivo desfallecimiento del patriarcado es la gran historia de esta época. Se está produciendo un cambio con el que las mujeres y hombres de buena voluntad no podríamos dejar de identificarnos y estar más de acuerdo en su realización. Esta es una de las razones que alientan un optimismo para los próximos años. 

Me parece que la gran arma de lucha contra el abuso ha sido la denuncia. En los últimos meses, la vergüenza se perdió de manera que muchas víctimas ya no se callan. Muchos ‘grandes hombres’, exitosos y ejemplares, representan ahora lo absolutamente indeseable.  

El patriarcado concebía como “excesos singulares” lo que en realidad era una política sistemática e invisibilizada que presumía que el hombre tiene más responsabilidades y derechos. También que esta situación resulta conveniente para todos, por lo que al hombre le toca la última palabra en términos de las decisiones importantes del hogar. Esto revierte, desde luego, en una asimetría entre las labores cumplidas entre hombres y mujeres, en perjuicio de estas últimas. Pero el cambio ya empezó y ahora resulta inaudito argumentar los prejuicios machistas apelando a la idea de justicia.  

Es curioso que el llamado ‘fin de la historia’ sea solo el inicio de un nuevo capítulo de otra historia que se insinúa como más humana.