(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alonso Cueto

Los peruanos endiosamos a un líder, le atribuimos cualidades divinas, y lo derrumbamos de su pedestal después de un tiempo. De nuestros expresidentes a lo largo de la historia solo algunos, como Ramón Castilla, se salvan del olvido. Nuestros siglos de culturas precolombinas encumbraron dioses, incas, señores, líderes religiosos. Luego, durante casi tres siglos, nos gobernó un representante del rey de España en nuestras tierras. Como ha recordado en un estupendo artículo Carlos Contreras , esa fue la razón por la que San Martín pensó que una monarquía sería la forma de gobierno más adecuada a nuestra cultura. Todo eso se comprobaría en los siglos siguientes. Los partidos no sobrevivieron a sus líderes. El Partido Civil, que surgió contra el militarismo, tuvo su esplendor en la segunda mitad del siglo XIX con Manuel Pardo, y también en las primeras décadas del siglo XX, pero se terminó con el Oncenio de Leguía (cabe recordar que sus miembros se reunían en el Club Nacional). El nunca se recuperó de la ausencia de Haya de la Torre ni de la de Fernando Belaunde. La identificación de la institución con el nombre de su líder se tradujo en el uso del nombre de “fujimorismo” a lo que debía ser un partido político. No confiamos en el Poder Judicial, pero sí en Rafael Vela y en José Domingo Pérez. No creemos en el fútbol peruano, pero sí en Ricardo Gareca y en Paolo Guerrero. Cuando un audio, una acusación, una infidencia, pone en peligro a uno de nuestros líderes adorados, el sistema se tambalea, se quiebra, estamos en peligro. Erigimos a un dios porque nuestra cultura nos lo ordena. Lo necesitamos, nos va a salvar, hay que encomendarnos a su genio y figura. El taita, el señor, mi diosito lindo, tienen la última palabra. Actuamos según nuestras vivencias religiosas y la religión monoteísta hace palpitar los corazones. Cuando desaparece el líder, desaparecen muchas veces los grupos.

Y sin embargo, la historia de las creaciones colectivas también tiene una larga historia entre nosotros. La gastronomía, una de las dos o tres mejores del mundo, es una creación colectiva, lo mismo que las construcciones y el arte precolombino. Los bailes andinos son colectivos, lo mismo que su música tradicional. No hay un autor individual de ninguna de esas maravillas. Pero también allí hay algunos ídolos. Casi no tenemos un líder político intachable, aunque en el deporte, la literatura, el arte, la música y la gastronomía las figuras abundan. Nuestra cultura nos ha dado lo que nuestra política nos ha ido negando. Confianza en nosotros mismos y en nuestro lugar en la historia.

En la ceremonia de clausura de los Panamericanos el domingo pasado, el tema “Contigo Perú” de Augusto Polo Campos, en la voz de Gian Marco, resultó un canto a lo que el Perú había logrado. Condenados siempre por nuestra imagen de país subdesarrollado, la canción supuso un certificado que nos dábamos a nosotros mismos. No es del todo falso que podemos “dar gracias al cielo” si hemos sido capaces de todo aquello gracias a un enorme equipo que lideró Carlos Neuhaus. Los Panamericanos nos dieron un raro ejemplo. Tanto el líder como el grupo de colaboradores funcionaron de un modo sincronizado y sostenido, es decir, formaron una institución. En eventos como este se demostró que las ideas del líder y el grupo no son antitéticas sino complementarias. Esperemos que se acabe esta etapa de nuestra vida política para poder lograr en ella lo que otros lograron antes. Y tenemos ejemplos desde los cuales podemos aspirar a ese futuro.