Vicente Zeballos
Vicente Zeballos
Fernando Rospigliosi

La designación de Vicente Zeballos como ministro de Justicia comprueba que el estrecho círculo en el que se desenvuelve el presidente Martín Vizcarra es un obstáculo fundamental para que el gobierno que él encabeza pueda promover los cambios que el país requiere.

Como es obvio, en las actuales circunstancias, marcadas por la difusión de las interceptaciones telefónicas que han puesto en evidencia la podredumbre del sistema judicial, se requería un ministro de Justicia con las características indispensables para impulsar una transformación sustancial desde el gobierno, espoleando a un Congreso penetrado también por la corrupción y que será reticente a los cambios, movilizando a la opinión pública indignada pero escéptica y sin un liderazgo que la convenza, con los conocimientos suficientes y con una trayectoria limpia. Infortunadamente, Zeballos carece de esas cualidades.

Ocupa una curul en el Congreso luego de una cuestionable maniobra que fue denunciada en su momento. Durante el gobierno humalista, él presidía una comisión en el Parlamento que investigaba la mafia de Rodolfo Orellana y excluyó de la acusación final a Gilbert Violeta, en ese momento brazo derecho de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) y con poder de decisión sobre la lista parlamentaria. Así, Zeballos se convirtió en el número 1 de la lista de PPK por Moquegua y resultó elegido. Si hubiera ido por el partido Solidaridad Nacional que lo llevó en el 2011, no hubiera tenido ninguna opción.

En su trayectoria no se registran logros o habilidades para el cargo que ahora ocupa, además, claro está, de ser moqueguano y paisano del presidente. Sus primeras declaraciones como ministro han sido imprudentes, por decir lo menos, manifestándose a favor de anular el indulto a Alberto Fujimori o sugiriendo la posibilidad de un adelanto de elecciones. En suma, un mal nombramiento que hace dudar de la capacidad del gobierno para la lucha anticorrupción y el impulso a la reforma judicial, y que muestra las limitaciones del presidente Vizcarra para reclutar un equipo adecuado para gobernar con solvencia.

Una lástima porque con la economía creciendo alrededor de 5% –el doble que el año pasado– la situación es estupenda para avanzar.

Las dificultades para la reforma del sistema judicial son enormes, como lo muestra el comportamiento del fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, que se aferra al cargo a pesar de los cuestionamientos derivados de sus conversaciones y sus discutibles relaciones con algunos de los corruptos personajes revelados por los audios. El hecho de que haya evidentes maniobras políticas de otros sectores para defenestrarlo no puede ocultar la circunstancia de que está salpicado por la suciedad que contamina el sistema judicial. Por menos que eso tuvo que renunciar Duberlí Rodríguez a la presidencia de la Corte Suprema.

Su sucesor, Víctor Prado Saldarriaga, parece un magistrado correcto, pero su propuesta de que los jueces supremos sean elegidos por votación universal de los jueces muestra que tampoco está entendiendo la profundidad de la crisis. La experiencia del Consejo Nacional de la Magistratura es una muestra clara de que esa suerte de participacionismo es un remedio peor que la enfermedad y que las soluciones tienen que venir de fuera del sistema judicial.

Por último, la elección de Daniel Salaverry al frente de una lista uniformemente keikista en el Congreso refleja el aislamiento de ese grupo no solo en la sociedad –como muestran las encuestas–, sino también entre sus recientes aliados. La consistente mayoría que mantienen en el Parlamento ya no corresponde a su arraigo en el electorado, como probablemente se mostrará en las próximas elecciones.

El asunto es que en las últimas semanas el presidente Vizcarra aprovechó la soledad del keikismo y su implicación en varios de los audios para asumir un comportamiento más distante y agresivo de quienes eran su principal sostén político, recibiendo a cambio el entusiasta respaldo del antikeikismo, que lo ha instado a ahondar las diferencias.

La mayoría del Congreso ha tenido que aguantar los golpes con relativa calma, pero quedan pocas dudas –a la luz de los antecedentes– de que muy pronto recobrarán su proceder belicoso, exigiendo enmiendas del gobierno.

Entonces se hará patente, nuevamente, la limitación de un gobierno sin un equipo con la solvencia política necesaria para manejarse en un contexto de crisis institucional, sin partido ni bancada parlamentaria, con una popularidad decreciente y con una gestión mediocre.