Y se llama Beirut, por Renato Cisneros
Y se llama Beirut, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

El aeropuerto Rafic Hariri de Beirut luce como el desteñido Jorge Chávez de hace treinta años, pero funciona con una diligencia primermundista. No es casualidad que se le considere ‘el segundo mejor de Oriente Medio’ después del de Dubái.

El cálido aire de bienvenida que uno siente, sin embargo, obedece a otro factor: Líbano no exige visado al visitante peruano, y esa deferencia burocrática –aún cuando se trate de un beneficio masivo, extensivo a ciudadanos de otros noventa países– opera favorablemente en la autoestima de quienes hemos crecido acostumbrados a someter el estatus de nuestra nacionalidad (es decir, nuestro origen) al escrutinio migratorio internacional.

Por eso, a pesar del léxico inescrutable de los taxistas, los facilitadores y demás personajes que deambulan por la terminal; y de la sombría presencia de atentos militares en los alrededores del recinto; y de la sensación de estar lejos de los códigos occidentales, uno agradece la existencia cordial de este país mediterráneo de cuatro millones de habitantes (cuya bandera, por cierto, comparte colores con la nuestra).

El parecido de Beirut con Lima se aprecia también en las primeras avenidas que saltan a la vista: allí están los puestos de comida al borde de la autopista, los transeúntes profiriendo gritos y toreando autos, los carteles comerciales colgados de cualquier manera en muros y postes, los perros husmeando entre bolsas repletas de basura.

Tras la ronda nocturna inaugural reforcé esa impresión, pues Badaro, el barrio que me alojó —ya sea por la disposición de sus edificios, la escasez de sus jardines o el anuncio del mar en el aire— tiene un poco de Barranco, Chorrillos o San Miguel.

Todo cambió a la mañana siguiente. Di unos cuantos pasos más allá del hotel y, mientras me sorprendía oyendo los rezos del Ramadán cantados por ancianos barbudos a través de los parlantes de las sinagogas colindantes, advertí que a mi paso se iban levantando notables restos arqueológicos: allí una ciudad fenicia de cuatro mil años de antigüedad, allá un hipódromo romano cuyas columnas originales se mantienen intactas; acullá una necrópolis bizantina donde el tiempo ha reventado las tumbas pero conservado inscripciones jeroglíficas que los investigadores no se cansan de interpretar. Me bastó ese bloque de reliquias antediluvianas para captar que, en definitiva, el Perú no se parece en nada a este remoto país, que, para colmo, aún vive oprimido por la confrontación política y religiosa.

Recuerdo que, a fines de los ochenta, Beirut era una ciudad permanentemente mencionada en el boletín informativo internacional de radio, que siempre daba cuenta de la evolución de la guerra civil libanesa, una masacre que duró quince años y dejó cifras horrendas: casi 200 mil muertos, 400 mil heridos, 17 mil desaparecidos. A ese conflicto habría que añadir los sangrientos problemas de toda la vida con Siria, Palestina e Israel para entender la complejidad de sus vínculos. Diría que esas antiguas tensiones han disminuido algo, pero no se han evaporado del todo. Cuando llegué a Beirut hace unas semanas lo hice dispuesto a participar de una boda y mantenerme ajeno al contexto. Y así ocurrió en un principio. Fui testigo circunstancial de una serie de manifestaciones culturales de lo más pintorescas e ilustrativas y, junto con los demás invita- dos extranjeros, bebí, comí y bailé a la usanza árabe, y alterné con jóvenes libaneses de espíritu muy globalizado.

Sin embargo, fue inevitable percibir en la atmósfera reinante los dilemas de una sociedad que, por un lado, vive orgullosa de su patrimonio histórico y geográfico, mientras por otro, lucha por dejar atrás sus capítulos más tristes.

Ahora que lo escribo y lo digo así, pienso que quizá nuestros pueblos no sean tan distintos después de todo.

Esta columna fue publicada el 2 de julio del 2016 en la revista Somos.