(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

“Llámalo socialismo o lo que quieras, me da igual”, replicó el canciller alemán Otto von Bismarck en pleno Reichstag durante el debate sobre la implementación del primer sistema de seguridad social en 1881. A pesar de que para su época la idea de ahorro obligatorio a partir del sueldo de los trabajadores –y pensiones y salud aseguradas por el Estado en la vejez– era considerada demasiado cercana a la izquierda, nadie podría acusar al conservador canciller Von Bismarck de socialista.

Dos siglos más tarde, el armatoste de seguridad social, protecciones y derechos laborales iniciado en Alemania y otras partes de Europa Occidental es –con algunas diferencias de forma– moneda común en los gobiernos del mundo entero. La condición laboral y el salario son el puente principal para el acceso a pensiones, seguros, salud y otros servicios. El acuerdo parece universal: mientras el empleador garantiza ciertos derechos preestablecidos (vacaciones, horarios de trabajo razonables, algún grado de estabilidad laboral, etc.), al trabajador se le descuenta automáticamente de su salario para pagar algunos servicios.

Excepto que no es universal. En el Perú este acuerdo no aplica para la gran mayoría de personas que trabaja en la informalidad. Se dice que poco más del 30% de los trabajadores del Perú son formales, pero esta cifra incluye a trabajadores independientes, del sector público y de regímenes privados especiales. Los trabajadores dependientes privados regulares son apenas 2,6 millones de una PEA de casi 17 millones. En otras palabras, en el Perú es casi igual de probable toparse con una persona zurda que con una persona con un empleo como los que Von Bismarck tenía en la cabeza cuando empezó a concebir el sistema de seguridad social.

El problema de fondo es que se ha importado un sistema que funciona bien en otras realidades –donde la mayoría es formal– y se ha intentado replicar en un país mayoritariamente informal como el Perú. Pensado fríamente, ¿qué sentido tiene atar el aseguramiento en salud a través de un mecanismo de planilla como Essalud cuando pocos tienen planilla? ¿A alguien le sorprende que la mayoría de ancianos no tenga pensión o tenga una pensión muy baja si su paso por el sector formal dependiente –único que cotiza en la AFP u ONP– ha sido nulo o fugaz? ¿Cómo se puede exigir un salario mínimo por encima de la línea de pobreza cuando la mayoría informal gana por debajo de los actuales S/850 al mes? La realidad informal del Perú debió obligarnos hace tiempo a repensar la manera en que hacemos las reglas para el sector formal y la manera en que financiamos determinados servicios públicos. Y lo que es peor, no es solo que las reglas y el sistema aplican para una minoría; es que son precisamente algunas de estas condiciones las que hacen menos atractiva la formalidad para empleados y empleadores.

Es cierto, las alternativas de solución a este enredo no son obvias, simples ni baratas. ¿Deberíamos abandonar la contribución de planilla para la salud y parchar todo el hueco con más impuestos? Lo más seguro es que sea fiscalmente insostenible. ¿Deberíamos transitar hacia contribuciones que no salgan de la planilla –que solo pagan formales– sino de impuestos al consumo que pagamos todos como el IGV? Quizá, aunque la operatividad sería un dolor de cabeza. Sea como fuere, lo primero es reconocer que un sistema como el actual que funciona para apenas un cuarto de la población es un sistema que cumple apenas con un cuarto de su objetivo.

El canciller Von Bismarck decía que la política es el arte de la segunda mejor opción. Quizá vaya siendo tiempo de que empecemos a explorar las nuestras.