Me impresiona mucho el cinismo de los políticos. En especial de aquellos que producen una confianza que ha sido luego defraudada. Es el caso del congresista Heriberto Benítez. En sus declaraciones pretende ser sincero y transparente; habla con la seguridad que brinda la anticipación de que le vamos a creer, pues él solo dice la verdad y su único interés es el bien público; entonces puede dar por descontada la confianza de quien lo escucha. Su voz no es ni vehemente ni imperativa. Cultiva una imagen sin pretensiones y un discurso fluido y argumentativo. Se presenta como un hombre modesto de convicciones profundas. Es un abogado de la verdad y el bien público. Su figura resulta seductora para un espectro amplio de la ciudadanía. Desarrolla un estilo informal y campechano, no usa terno. Y, sobre la base de una apariencia mestiza y criolla, con resonancias andinas, derrocha un buen humor que aproxima y convence.
Sin duda, Heriberto Benítez gozaba de un notable poder de convencimiento. Pero resulta que esta capacidad no ha estado al servicio de la justicia y el país. Es un cómplice de César Álvarez y la mafia enquistada en el gobierno de la región Áncash. Es decir, un engranaje más de una organización criminal que radicalizó la corrupción llevándola al extremo de asesinar a los oponentes políticos. Algo nunca visto en el país: la conjunción entre la política mafiosa y el mundo de los sicarios.
Benítez emplea su talento en limpiar la cara de esta organización criminal. En una entrevista, en el programa “De 6 a 9”, de Canal N, el 26 de marzo del presente año, Benítez defiende a César Álvarez con argumentos que en boca de otra persona sonarían absurdos. Pone en escena toda su capacidad persuasiva. Nos dice que los ocho asesinatos de dirigentes políticos no responden a una política sino que cada uno tiene causas distintas. Y de la defensa pasa al ataque. El tema de fondo –dice– es que el Gobierno Central estaría preparando una suerte de golpe de Estado contra las autoridades de la región. Pese a su capacidad seductora, su argumentación es endeble. Pero logra sembrar la duda.
Ahora que la organización criminal y asesina, presidida por Álvarez, ha salido a la luz, ya sabemos quién es Benítez. Entonces solo queda pensar que Benítez es un consumado embaucador de la poca fe pública que aún nos queda. Y la amarga lección que nos deja este personaje es que tenemos que desconfiar aun más de los políticos. En realidad, es una pena que un hombre tan talentoso como Benítez se haya puesto al servicio de causas tan innobles. ¿Por qué habrá escogido el mal camino? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Deseos de figuración? ¿Lealtad mafiosa? Aunque no tenga una respuesta, creo que se puede decir que Benítez es resultado de una sociedad donde la prédica de la idea de éxito no ha incluido un componente moral que circunscriba el ansia emprendedora dentro de lo lícito, de manera que el triunfo personal redunde en una mejora social. Y no, como sucede tan a menudo, en la depredación de la naturaleza, de los otros y de la confianza pública. A Benítez le faltó creer en algo más que su propia conveniencia. Un excelente comunicador que no supo orientarse en la vida.
En el Perú estamos ya acostumbrados a una política envilecida. Pero lo que ha ocurrido en Áncash, la región con mayores ingresos del Perú, nos confronta a una realidad que no podemos evadir: el envilecimiento es dinámico; el impulso transgresor no respeta normas y valores. Siempre se puede caer más bajo. Precisamente esta súbita degradación ha generado una reacción moralizadora en el Ministerio Público y el Poder Judicial. Un signo esperanzador que debe proseguir con el esclarecimiento a fondo de las situaciones de los ex presidentes Toledo y García, y el ex alcalde Castañeda. En contra del sentido común tenemos que pensar que hay jueces y fiscales honestos que están dispuestos a hacer justicia. Pero las armas de corrupción son muy eficaces: la mentira disfrazada de media verdad, la leguleyada, el olvido, la indolencia de las mayorías. Pero por ahora, y sin bajar la guardia, podemos sentirnos orgullosos de este primer tiempo en la lucha contra la corrupción.