(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Santiago Roncagliolo

Para venir firmado por el mayor intelectual peruano, el nuevo libro de Mario Vargas Llosa es notoriamente antiintelectual. “La llamada de la tribu” reivindica a filósofos renegados, que defendieron precisamente las ideas contrarias a su gremio y se enfrentaron al ‘establishment’ del pensamiento occidental. 

Algunos de ellos –como Friedrich August von Hayek– resultan prácticamente desconocidos en español. Otros –como Raymond Aron o Jean-François Revel– fueron rechazados y vilipendiados por la emblemática ‘intelligentsia’ francesa del siglo XX. La tribu demagógica que denuncia Vargas Llosa no solo es el populismo, sino también el corporativismo pequeño burgués bienpensante, siempre dispuesto a castigar a los disidentes, como él mismo. 

Por un lado, todos estos pensadores critican la manera de escribir de ese corporativismo. Vargas Llosa considera sencillamente ilegibles a autores canónicos del siglo pasado, como Jean-Paul Sartre. Y en general, desprecia la oscuridad de la prosa que académicos, ensayistas y hasta narradores forjaron para sentirse más inteligentes que los demás, a cuenta de volverse por completo incomprensibles y, por lo tanto, irrelevantes. El esnobismo de intelectuales que escriben solo para sí mismos es, además, una señal de desprecio elitista hacia la gran mayoría de los lectores. 

Pero por supuesto, la crítica más dura es política: Vargas Llosa se regodea en el apoyo masivo de la ‘intelligentsia’ de la Guerra Fría al bloque soviético, que aparte de censurar a sus propios intelectuales críticos y cancelar la libertad de expresión en general, hundió a sus países económicamente hasta terminar desintegrándose solo. Sin duda, pocas veces en la historia, una clase social en pleno ha apostado con tanto entusiasmo a un caballo tan perdedor. 

Lo curioso es que, por una vez, Vargas Llosa coincide en eso con sus mayores enemigos. Porque en realidad, el progresismo tampoco está muy satisfecho con los intelectuales. 

El líder de la Izquierda Unida española, Alberto Garzón, alertaba en un artículo reciente de que, mientras la clase obrera europea se desplaza hacia la derecha, los partidos como el suyo viven de votantes profesionales altamente cualificados, que por eso mismo carecen de conexión alguna con los pobres. Garzón advierte a los suyos que nunca ganarán elecciones mientras se dirijan a la élite cultural y no a los sectores populares. Y se lamenta: “La izquierda radical española está menos conectada aún a los perdedores de la globalización. Sus votantes no son los que más sufren”.  

Estos tipos tan inteligentes que nos dedicamos al arte y la cultura siempre hemos sido acusados desde la derecha de izquierdistas, y ahora la izquierda nos desprecia por elitistas. Como reyes Midas inversos, convertimos en polvo todo lo que tocamos. Hoy, al menos en Europa y Estados Unidos, los partidos radicales están dirigidos a y por ‘hipsters’ de clase media, mientras la población sin recursos busca respuestas en Donald Trump y Marine Le Pen. 

Aún se cree, con notable inocencia, que los intelectuales tenemos todas las respuestas. Cuando promocionamos un libro, aunque sea una comedia o un ‘western’, la prensa nos pide a los escritores resolver todos los problemas del mundo: “Señor escritor, ¿por quién debemos votar? ¿Quién tiene la culpa de nuestros líos? ¿Qué efectos tendrá la reforma energética?”.  

Está muy bien opinar de las cosas que nos tocan. Todos los ciudadanos debemos hacerlo. Solo que, para nosotros, quizá sea hora de asumir que nuestras opiniones reflejan un grupo social entre otros muchos, y no tienen más valor que las de un carpintero, un empresario o un desempleado. En todo caso, seremos útiles si hablamos, aunque fuese de vez en cuando, con algunos de ellos.