(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Roberto Abusada Salah

La semana pasada, se publicaron los índices de competitividad elaborados por IMD, la afamada escuela de negocios suiza. Como en otros años, el Perú figura dentro de los últimos lugares: puesto 54 entre 63 países analizados, confirmando lo que otros estudios similares ya nos dicen. En efecto, tanto el ránking “Doing Business” del Banco Mundial como el estudio de competitividad del Foro Económico Mundial desnudan nuestras debilidades. Más grave aun, todos los estudios muestran deterioro serio en los últimos tiempos en aspectos claves que sustentan la gobernabilidad.

Gran parte de los indicadores que se utilizan para medir la competitividad de los países –ya sean aquellos que tienen que ver con la eficiencia del Estado, la infraestructura, la facilidad para hacer negocios, la eficacia de la policía o la idoneidad de la administración de justicia– se pueden, en última instancia, resumir en uno solo: la calidad de las instituciones. Es la calidad de sus instituciones aquello que permite a los países avanzar en cada tema analizado y lo que en definitiva distingue a los que progresan de aquellos que no son capaces de avanzar.

Al finalizar el siglo XX, el embate del terrorismo y una terrible hiperinflación fueron factores que dañaron las aun débiles instituciones peruanas. Pero derrotado el terrorismo y estabilizada la economía, las instituciones no experimentaron un proceso de mejora continua. A excepción del Banco Central y unas pocas islas dentro del aparato del Estado, se puede decir que todos los gobiernos en este siglo han eludido la tarea de construir mejores instituciones. Se trata de una tarea difícil, pero sorprende que el progreso material no haya estado acompañado por un fortalecimiento institucional que garantice el desarrollo de largo plazo.

El auge de la economía desde la década de 1990 aparece más como una recuperación después de un largo período de malas políticas económicas que culminaron en caos e hiperinflación, además, naturalmente, motivado por el cambio del régimen económico. Hoy no se cuenta con los fundamentos institucionales para sostener ese progreso en el largo plazo. La lista de omisiones en construcción institucional acompañada por políticas públicas y sus consecuencias para la vida ciudadana es muy grande y abarca aspectos vitales para un país que aspira al desarrollo:

No se ha podido implantar un sistema que fomente una distribución del poder político y económico compatible con el progreso sostenido de la sociedad. La solidez de partidos y el grado de democracia partidaria, por ejemplo, son consecuencia de tal sistema. Tampoco se han dado las reformas imprescindibles para fomentar la idoneidad del sistema de justicia que garantice el real imperio de la ley, ni se han podido reformar las fuerzas del sistema policial que garanticen la seguridad ciudadana, ni se han creado niveles aceptables de acceso universal a la salud y la educación, ni se ha perfeccionado un sistema previsional que garantice una pensión mínima a toda la población.

De igual forma, no se han dado pasos certeros para disminuir la informalidad de la economía, ni se han propiciado sistemas que generen mejoras en el transporte público, ni se han creado sistemas confiables para el desarrollo de la obra pública ni métodos transparentes para el desarrollo de la infraestructura con participación activa y eficiente del sector privado. No podemos afirmar que se hayan eliminado los métodos ilegales en los que se basa el desarrollo urbano, ni se ha logrado una adecuada digitalización del Estado. No se ha alentado la existencia de un aparato administrativo burocrático compatible con una adecuada gobernabilidad y el servicio al ciudadano.

El crecimiento que siguió al cambio de régimen económico y la importante caída en el nivel de pobreza ofrecieron a los sucesivos gobernantes la gran oportunidad para sentar bases sólidas para el desarrollo de largo plazo. No lo hicieron y en muchos casos contribuyeron al deterioro de la institucionalidad. Desde el gobierno de transición del presidente Valentín Paniagua hasta el gobierno de Ollanta Humala, sucesivas administraciones han hecho poco por cimentar la institucionalidad.

Paniagua incluso trató de revertir algunas de las reformas económicas, particularmente la apertura al mundo. Él promulgó la Ley del Procedimiento Administrativo General, que dio pie al crecimiento inorgánico del Estado y la creación de multitud de trámites y procedimientos que han ahogado la iniciativa de los ciudadanos.

Presenciamos durante los gobiernos de los presidentes Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala retrocesos en seguridad jurídica e incapacidad para procesar conflictos sociales. Y seguimos viendo en el actual gobierno una predisposición a claudicar ante pequeños grupos de interés que actúan políticamente atribuyéndose representación popular de la que carecen.

Hoy se percibe al gobierno como persiguiendo un solo objetivo: el de ‘durar’ cuando su principal obligación es la de gobernar.