(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

Institucionalmente, hay pocos eventos políticos tan traumáticos como la caída de un presidente en un régimen presidencialista. En un país con tradición caudillista como el Perú, donde la legitimidad gira en torno a la persona y no al partido o a la posición ideológica, el evento es aun más chocante y pernicioso.

Y, sin embargo, los indicadores económicos inmediatos –y algunos de mediano plazo– ni pestañearon ante la renuncia del presidente Kuczynski hace poco más de una semana. El Perú debe ser de los poquísimos países en el mundo donde el día de la renuncia del primer mandatario la bolsa de valores sube y el dólar baja.

Mirando un poco más allá, en diciembre del 2017 –antes de que se plantease el primer pedido de vacancia– el Banco Central de Reserva del Perú (BCR) proyectó un crecimiento de 4,2% en el 2018. El último estimado del BCR para este año –publicado apenas el viernes pasado, con crisis política cuasiabsoluta y nuevo presidente de por medio– bajó a 4,0%, apenas dos décimas. Analistas privados redujeron también sus estimados de crecimiento, pero no más de medio punto del PBI a pesar de la turbulencia. Algunos incluso consideran revisarlos al alza en función de lo que suceda en las próximas semanas. Para las agencias calificadoras de riesgo, a diferencia del resto de la región, el Perú mantiene una perspectiva estable con respecto a su deuda.

Cierto; buena parte de los efectos negativos de la crisis política ya habían sido asimilados por los mercados, de modo que quedaba relativamente poco en las proyecciones por castigar. No obstante, no deja de ser notorio que un evento tan trascendente haya marcado tan poco a la economía. Las explicaciones son variadas, pero pasan principalmente por dos canales.

El primero es que la incertidumbre sobre el desenlace final de la saga se redujo considerablemente. Si bien aún es posible que, con una nueva y pronta crisis, se fuercen elecciones generales adelantadas, este escenario (el más negativo en términos de certidumbre) se ve más lejano que hace apenas unas semanas. Además, con matices, nadie espera del presidente Vizcarra políticas económicas insensatas y llanamente peligrosas, contrario a lo que podría suceder con otros nuevos inquilinos de Palacio de Gobierno.

A pesar de todo el daño político, económico, social y moral que ha traído la crisis de los últimos meses, es justo reconocer que esta se ha saldado por los canales institucionales adecuados, sin cuartelazos ni saltos con garrocha a la Constitución de por medio –como los que estábamos acostumbrados–. Hay, por supuesto, preguntas sumamente incómodas en la arena política que quedan pendientes (con los últimos acontecimientos: ¿tenemos un sistema que permite tener un presidente operativo que coexista con mayoría opositora en el Congreso?, ¿era este final perfectamente previsible?, ¿qué precedente se sienta a largo plazo? ¿se trata el nuestro de un régimen parlamentarista de facto?), pero en una democracia precaria como la peruana el desenlace bien podría haber sido mucho peor. Y eso es algo que la economía reconoce y agradece.

El segundo canal que explica la estabilidad económica es el cauteloso optimismo con el que más de uno ha recibido a la nueva administración. Si el presidente Vizcarra y su equipo logran consensos políticos suficientes para garantizar la gobernabilidad, defender los pilares económicos fundamentales sin caer en los populismos que hoy abundan, empujar grandes proyectos de inversión pública y privada con transparencia y efectividad, y poner sobre la mesa una agenda mínima de reformas pro competitividad, habrá hecho más que su predecesor. ¿Y por qué no?