(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Hugo Coya

La liberación del sujeto que a la conductora de televisión ha puesto de nuevo sobre el tapete los riesgos que enfrentan las mujeres en nuestro país por el simple hecho de serlo y, peor aun, si cuentan con algún tipo de notoriedad como sucede, en este caso, debido a su actividad profesional.

Resulta difícil no sentir indignación ni solidarizarse al saber cómo un hombre ha transformado la vida de Melissa en un infierno. Impedida de ir y venir bajo el riesgo constante de toparse con alguien que la sigue, le toma fotografías y la graba para publicarlas en sus redes sociales. Que monta guardia en las puertas de los lugares que frecuenta, llama por teléfono a su casa, accede a información sobre sus hijos o demás familiares y que, además, ha intentado secuestrarla. Pese a que ella lo enfrentó con valentía cara a cara, y le exigió, de forma explícita, que deje de perseguirla, él no se inmuta e insiste.

Desesperada, recurrió la semana pasada ante quienes, en teoría, tienen la obligación de ayudarla y brindarle protección, no por su condición de figura televisiva sino de ciudadana con plenos derechos, pero encontró la indiferencia. Consiguió que la policía lo detenga, aunque fue liberado al poco tiempo porque un burócrata arguyó como pretexto que era feriado.

Como si se tratase de un thriller de Hitchcock donde lo obvio puede tornarse espeluznante, le dijeron también que la libertad estaba por encima de cualquier valor y, cuando pensó que se referían a la preservación de la suya, le explicaron que aludían a la del sujeto, una persona cuya madre asegura padece esquizofrenia y aduce un descuido para justificar su conducta, algo discutible si se toma en cuenta que la persecución viene desde hace varios meses.

Ante su evidente desamparo, ella se vio obligada a hacer público su drama para que, solo en ese momento, la fiscalía decidiera pedirle al Poder Judicial medidas de protección para Melissa y su familia, así como el internamiento del acosador.

¿Por qué no se adoptaron de inmediato las medidas necesarias para garantizar su seguridad? ¿Qué ocurriría si el sujeto en cuestión volviese a las andadas y pusiera en peligro su integridad? ¿Cuántas personas más que no pueden acceder a la televisión pasan por lo mismo sin encontrar auxilio?

Falencias inadmisibles de un tinglado que refleja negligencia y ayuda a que no sea la única a encarar un trance semejante. Esta misma semana, la periodista Patricia del Río, al expresar su solidaridad vía Twitter con Melissa, recordó que había tenido que padecer una situación parecida durante cinco años sin conseguir los medios adecuados para sancionarlo. Antes Juliana Oxenford y Jessica Tapia, solo por citar otros ejemplos, pasaron por lo mismo.

En mi condición de profesional vinculado a los medios de comunicación, conozco casos de personas que sufrieron con los delirios de un alucinado por el solo hecho de laborar en este ámbito. Alguna de ellas no resistió, renunció a una carrera promisoria con la esperanza de regresar al anonimato para que se olviden de su existencia y confiar que acabaría el asedio.

Difícil colocarse en la piel de las mujeres que se sienten impotentes, amenazadas, temerosas, perseguidas e incapaces de desarrollar una vida normal mientras observan cómo el responsable de sus padecimientos camina sin ataduras por las calles, seguro de que nada le pasará porque un sistema indolente le otorga impunidad por encima de la tranquilidad y la paz de quien tuvo la desventura de cruzarse con él.

Así nos volvemos cómplices por omisión, haciendo que muchas mujeres se vuelvan rehenes con terribles consecuencias para sus vidas, a pesar de que no pocas veces se apela al manido argumento de que ellas renuncian a su derecho a la privacidad o intimidad al tornarse famosas.

Hay que tener presente que toda mujer acosada es una víctima a la que se le somete a un posible daño físico, psicológico y social que la sumerge en las profundidades del miedo constante, obligándola a restringir sus actividades ante el temor de ser presa de quien la hostiga.

Se debe entender de una vez por todas que el acoso es un delito que debe ser castigado con máxima severidad y, de ser el caso, tratado médicamente porque puede constituir un trastorno psiquiátrico que se transforma en un peligro para su víctima y el resto de la sociedad.

Pero más allá de si se trata de una periodista que sale en televisión o una campesina que vive en un apartado paraje, casos como los de Melissa son la demostración palpable de la falta de protección que tienen las mujeres en el Perú, reflejadas en la multiplicación de las estadísticas que nos deben avergonzar como peruanos y seres humanos.

Son acosadas, amenazadas, maltratadas, asesinadas cada día y, más allá de los discursos grandilocuentes, las promesas para los titulares de la prensa y alguna que otra iniciativa, el círculo del horror sigue girando sin detenerse.

Si bien en los últimos años muchas más se han animado a denunciar, a compartir sus historias y a exigir justicia, hemos visto también con estupor numerosos casos en los cuales los responsables del acoso o agresión salen libres.

¿Cómo podemos pedirles que entren en la brega de denunciar a sus agresores si no les damos la seguridad de que podrán conseguir justicia o si las colocamos ante la posibilidad de que el varón, al no recibir su castigo, se volverá de nuevo contra su víctima?

La impunidad torna inevitable que menos personas denuncien, perpetuando la triste situación de ser uno de los lugares más peligrosos en el mundo para las mujeres y que ocupemos el vergonzoso tercer lugar con el mayor número de casos de violación sexual después de Bangladesh y Etiopía, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Cambiar esta lacerante realidad depende de todos y de todas. Todas las mujeres en este país, de todas las actividades, ámbito geográfico, lengua, cultura, nivel socioeconómico, creencia, deben sentirse seguras, libres del acoso, malos tratos que pueden conducirlas también a la muerte. Es hora de decir: “¡Basta!”.