(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Cada vez que debo escribir o disertar sobre la independencia del Perú, me acecha la duda de por dónde comenzar. No me refiero al capítulo de “antecedentes” o “contexto”, con el que los historiadores solemos conjurar el horror a la página en blanco, sino al inicio del relato mismo de la independencia. Los historiadores, al fin y al cabo, estamos para contar historias, y la manera como estas se inician resulta decisiva, ya que compromete el argumento que vamos a defender acerca de por qué ocurrieron las cosas.

Para el caso de la independencia se nos presentan, grosso modo, tres opciones: primera, comenzar con la rebelión de Túpac Amaru II, el cacique cusqueño que en 1780 apresó y colgó a un corregidor de un madero y, secundado por miles de campesinos, desató una enérgica lucha contra las autoridades virreinales a fin de poner freno a unos abusos que la letra del himno patrio definiría más adelante como ominosos. Aunque Túpac Amaru fue derrotado y ejecutado con sus lugartenientes en la plaza de la antigua capital de los incas, su rebelión logró varias victorias póstumas, como la abolición de los corregidores y sus repartos mercantiles, y la creación de la Audiencia del Cusco.

Segunda, arrancar con las rebeliones en las provincias alejadas de Lima que, entre 1811 y 1814, estallaron contra el poder virreinal bajo el mando de líderes como Francisco de Zela en Tacna, Juan José Crespo y Castillo en Huánuco, y los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua en el Cusco. Aunque también fueran derrotadas al cabo de pocos días, semanas o meses, estas insurrecciones tuvieron a su favor, a diferencia de la de Túpac Amaru, estar más próximas a la independencia y, sobre todo, haberse manifestado claramente por la separación del Perú del imperio español, que no fue una meta que apareciera explícitamente en la gran rebelión de 1780.

Tercera, comenzar con el arribo de la expedición del general San Martín a la bahía de Paracas en setiembre de 1820. Enviado por el gobierno de Chile y compuesto de tropas chilenas y argentinas, este ejército inició una guerra frontal contra el poder virreinal en el Perú y alcanzó indudables logros, como la desocupación de Lima por el virrey La Serna y la proclamación pública de la independencia en un amplio territorio, que incluyó toda la costa peruana, con sus principales ciudades. Antes de cumplirse un año de su llegada, se había constituido en el país una zona realmente liberada del poder español, de la que formaba parte la antigua capital virreinal.

Podríamos clasificar estas tres opciones, como la indígena, la mestiza o criollo provinciana, y la criollo limeña, respectivamente. Entre ellas se libró una competencia historiográfica para ungirse como fecha fundacional de la independencia peruana. Dado el carácter centralista del Estado peruano, el peso de Lima en su política y la naturaleza discriminadora de lo indígena entre las élites, no es una sorpresa que la alternativa triunfante fuera la tercera. El 28 de julio de 1821, día de la proclamación de la independencia en la Plaza de Armas de Lima, quedó consagrado como la fecha conmemorativa de la independencia nacional, y José de San Martín, como el héroe epónimo del proceso.

Esta batalla por la memoria de nuestra independencia no se decidió de inmediato; se fue librando a lo largo del siglo XIX, conforme los historiadores fueron confeccionando relatos sobre lo ocurrido y el Estado, cada vez más controlado por la élite limeña, fue favoreciendo unas versiones por encima de otras, facilitando su difusión mediante el favor de los fondos públicos, el levantamiento de plazas y estatuas conmemorativas y el encargo de pinturas alusivas a los hitos principales del proceso. La actividad de la prensa y la producción de intelectuales peruanos como Mariano Paz Soldán, Ricardo Palma y Carlos Wiesse, y extranjeros como el chileno Benjamín Vicuña Mackenna o el inglés Clements Markham, resultaron asimismo decisivas para consolidar esta visión sobre nuestra independencia. Para cuando tocó celebrar su primer centenario, la opción sanmartiniana era ya tan sólida como el mármol con el que, para la ocasión, se levantó la estatua del héroe en la plaza que lleva su nombre.

Los países latinoamericanos tomaron, mayormente, otras alternativas. La independencia de las colonias había sido, ante todo, el resultado del derrumbe de la monarquía española, incapaz de adecuarse a las nuevas corrientes del nacionalismo y el liberalismo que sacudieron por entonces al continente europeo. Pero entre los países emancipados predominó el deseo de diseñar un origen interno del proceso y promover héroes nacionales que funcionaran como símbolos de unidad y modelos de vida para la población. Optaron porque el día de la independencia fuera el del “primer grito” por la libertad: por ejemplo, el 16 de setiembre de 1810 en México, cuando el padre Hidalgo lanzó su proclama desde el pueblo de Dolores, o el 20 de julio del mismo año en Colombia, fecha de la “insurrección del florero” en Santa Fe de Bogotá. En otros casos, como en los de Ecuador, Bolivia y Chile, la fecha escogida fue la de la instalación de las juntas gubernativas que debían reemplazar al gobierno de los reyes borbones, en ese momento cautivos. Esto, a pesar de que dichas juntas no se propusieron la separación de la monarquía hispana sino, por el contrario, el velar por sus derechos.

La opción que tomó el Perú, aunque más apegada a los hechos, creó la incómoda situación de una orfandad de héroes propios para una gesta tan señalada como el nacimiento de la autonomía de la patria. No teníamos un Hidalgo ni un Bolívar, ni siquiera un O’Higgins o un Iturbide. Por eso fue interesante el intento del gobierno de Juan Velasco Alvarado de levantar a Túpac Amaru como un símbolo, si no de la independencia, del Perú que pudo ser y no fue si la separación hubiera sido conducida por líderes indígenas o mestizos desde el Cusco. Por la misma época, también fue reveladora la preferencia que manifestó el historiador Jorge Basadre para hacer de la revolución del Cusco de Mateo Pumacahua el hito fundador de nuestra independencia. Hasta cierto punto somos prisioneros de las decisiones que se tomaron antes, pero a las puertas del bicentenario resulta oportuno reflexionar sobre las memorias que hemos construido de nuestro pasado.