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No son solo choques y estaciones rebasadas
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No son solo choques y estaciones rebasadas

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Hace poco más de 15 años subí por primera vez a un bus del Metropolitano. Como a tantos chorrillanos, el servicio cambió literalmente mi vida (consecuencias, imagino, de vivir en el extrarradio de la ciudad). En aquellos tiempos, previos incluso a la existencia de la línea 1 del metro, el atractivo del Metropolitano residía no solo en su velocidad (recuerdo esos primeros carteles que prometían llevarte de Barranco hasta el Centro de Lima en solo 15 minutos), sino también en todo aquello que la maraña de cústeres, combis y colectivos que recorren a diario la ciudad no podían –ni pueden aún– ofrecer: seguridad (contra robos y accidentes), predictibilidad (con paraderos y líneas claramente establecidas) y orden. Hoy, tristemente, no garantiza nada de esto último.

Como usuario frecuente del Metropolitano en la última década y media, he visto cómo un servicio que prometía mucho (Mathías Panizo recordó hace un año en este Diario que la idea inicial era tener nueve rutas integradas) se fue precarizando, gradualmente, mientras su costo se incrementaba en más del doble. Hasta llegar al episodio de la semana pasada, cuando tres buses colisionaron en la estación Angamos y dejaron 44 personas heridas (afortunadamente, ninguna de gravedad). A diferencia de otros accidentes que ha protagonizado el servicio (como el de la avenida Alfonso Ugarte el último 30 de julio), esta vez no hubo una combi informal o un ciclista imprudente que invadiera el carril exclusivo. No. Esta vez, las unidades transitaban como de costumbre, por lo que se sospecha que la causa del siniestro puede ser, o bien un error humano, o bien uno mecánico. Ambas opciones, por cierto, son igual de preocupantes.

El choque ha puesto nuevamente bajo los reflectores la actualidad del Metropolitano. Se ha recordado que sus buses tienen ya 15 años (el máximo de vida útil que se estipuló en el contrato de concesión), que las nuevas unidades que se prometieron el año pasado todavía no tienen fecha de llegada (ni siquiera de compra), que la gente viaja cada vez más apretada, en estaciones que parecen estar al borde del colapso y que, durante el verano, usar el servicio puede poner a prueba no solo la paciencia, sino también la salud de los usuarios (este Diario, por ejemplo, reveló que en el primer mes del 2024 se registraron 61 descompensaciones por el calor). Todo ello, en un sistema que atraviesa graves deficiencias financieras que estuvieron a punto de paralizarlo a mediados del año pasado.

El Metropolitano, es innegable, está en problemas. Pero me parece evidente que, detrás del servicio, detrás de sus buses siniestrados y de sus estaciones rebalsadas de gente, hay algo más que se está perdiendo de vista en todo este debate: que Lima ha abandonado la reforma del transporte. No Lima, para ser más preciso, sino los limeños. Es como si, tras la pandemia, quienes habitamos esta maltratada ciudad hubiéramos olvidado por completo el problema del tráfico o, peor aún, nos hubiéramos resignado a vivir con él. Como si asumiéramos que este es un mal necesario, un peaje que tenemos que pagar por el solo hecho de desplazarnos por sus calles.

Seguramente, una parte de ello tiene que ver con la incapacidad que ha mostrado la ATU para cumplir con las labores que se le encomendó en el 2018. Pero también es justo decir que el trabajo del regulador se ha visto torpedeado por congresos y administraciones cómplices con el transporte informal, así como por la inestabilidad que ha llevado a que tenga seis presidentes desde el 2019 (cuando en un principio el cargo estaba pensado para ser de cinco años). No me sorprendería que este Congreso termine decretando su fin –de hecho, hay al menos tres proyectos de ley que se han presentado con ese objetivo– o que en los próximos meses los candidatos hagan campaña prometiendo no fortalecerla, sino más bien eliminarla.

Quizás más de uno crea que, aunque importante, la reforma del transporte no es un tema que merece atención urgente, como sí lo son, por poner dos reclamos recurrentes, la inseguridad ciudadana y la economía. Pero ello significaría ignorar una realidad que sugiere que el del transporte público es hoy uno de los sectores más afectados por la extorsión debido justamente a su precariedad, o que el tráfico limeño sí nos cuesta, y mucho (el BCR estima que la cifra ronda los S/3.800 anuales por persona).

En fin, sería un error pensar que el choque de la semana pasada en el Metropolitano es un hecho aislado y no, más bien, el último ejemplo de un servicio que se ha ido precarizando durante 15 años. Y que esto, a su vez, no es otra cosa que una señal del fracaso de la reforma del transporte público en Lima, cuya mayor derrota en todo este tiempo no ha sido su falta de implementación, sino el hecho de haber dejado de ser un reclamo para la mayoría de limeños.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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