
Dice el mito que Francisco Pizarro fue hijo bastardo de un hidalgo con una campesina, nacido en el Trujillo de Extremadura del siglo XV. Se dice que solo de jovenzuelo logró ser aceptado parcialmente por el abuelo –”más pudo la sangre que el orgullo”, diría José Antonio del Busto–, quien le abrió las puertas traseras de su hacienda para que se encargara de menesteres propios de labradores, como el cuidado de los animales. No se sabe con certeza si Pizarro se dedicó a criar puercos, allí donde estos abundaban entre otras especies de corrales y establos. Lo cierto es que sus biografías lo resaltan como un presunto porquerizo del Viejo Mundo, que dio el salto a ser un gran conquistador del Nuevo.
Cuatrocientos noventa años después de haber fundado la ciudad más importante de su conquista, un alcalde –autocatalogado como porcino– devuelve a Pizarro, simbólicamente, a la plaza mayor de su damero, en medio de un jolgorio de hispanidad. Importa poco, sinceramente, si la estatua ecuestre representa en realidad al hidalgo extremeño o a Hernán Cortés (¿acaso otro mito?), lo importante es que la figura de Pizarro retornó al Centro Histórico de Lima en un acontecimiento que atestiguó la mismísima presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, cuarentona promesa del Partido Popular. El promotor de esta reivindicación histórica (o afrenta al indigenismo, según el espectro político de su preferencia) aspira a convertirse en el baluarte de una hispanidad ‘reloaded’, propia de la Iberósfera. Se trata del intento de amalgamar una identidad transoceánica de modo que rescate el tradicionalismo conservador católico con el ‘hate’ de la batalla cultural de nuestros tiempos. Una mezcla de Santa Rosita con Javier Milei, dedicada a aquellos de nuestros liberales criollos que tuitean “Hala Madrid” desde un semáforo en rojo en Angamos, luego de una victoria de los “merengues” contra el Barcelona o el Albacete.
El empleo de la figura de Pizarro va más allá de la anécdota; tiene, hoy, otro sentido, más que el de debatir con los radicales indigenistas. Estamos ante el ensayo –de una parte de la derecha– de construir una narrativa identitaria para cohesionar al sector conservador y confrontar a sus rivales ideológicos y valóricos. Reivindicar nuestra herencia hispánica conduce a construir un “nosotros” transoceánico e histórico fundado en los valores del catolicismo –por ejemplo, la “defensa a la vida”–, desafiados por el avance en el reconocimiento de las libertades sexuales. También, dicha vindicación tiene la intención de afianzar un sentido de origen y pertenencia para con la “madre patria”. Es una estrategia que emplea la derecha para globalizarse y confrontar a los “globalistas”, paradójicamente.
Pero la construcción de un “nosotros” siempre implica la de un “ellos”. A nivel mundial, la derecha –sobre todo la “ultra” europea– ha empleado a la inmigración extracontinental –principalmente a las diásporas provenientes de África y Oriente Próximo– para construir la división identitaria. Ello, a través de una capa narrativa excluyente que se adhiere a otras superestructuras –religiosa, cultural y hasta económica– para sostener y profundizar dicha escisión. De esta manera, el relato predominante de la (ultra) derecha europea busca proteger a la “identidad nacional” de las “amenazas” que acechan desde los foráneos, no solo por estos socavar “nuestras costumbres”, sino también “nuestros trabajos”. Esta narrativa ha llevado, incluso, a un proteccionismo estatista que se aleja del endose a las políticas neoliberales que predominaron en la derecha europea durante el cambio de siglo.
Mas en América Latina, las élites de derecha convencional han sido mucho más amigables con el éxodo regional. Recordemos el papel clave que jugaron Sebastián Piñera, Pedro Pablo Kuczynski, Iván Duque, entre otros, en la flexibilización de los (respectivos) requisitos migratorios, para acoger a los venezolanos expulsados –política y económicamente– por el chavismo. Aunque a nivel popular la xenofobia contra esta población ha crecido, a las élites diestras les cuesta practicar una capa narrativa “mano dura” con la que acoger al espontáneo nativismo que crece en medio de la inseguridad, la informalidad y los aprietos económicos. ¿Por qué la nueva derecha latinoamericana se radicaliza en ese sentido emulando a la europea?
Nuestra derecha latinoamericana parece preferir una narrativa de confrontación en la que “el otro” –más enemigo que rival– sea el progresismo en todas y cualquiera de sus variantes, matices e intensidades, desde el ‘woke’ de Palo Alto hasta el ‘caviar’ barranquino. Se trata de un “otro comunista”, tanto material como posmaterial. De hecho, hasta la “ideología de género” (sic) es interpretada como “comunismo moderno”. En ese sentido, cabe notar que la derecha regional se ha creído la lógica gramsciana de la batalla cultural. No cabe duda de que, a nivel global, ha sabido jugar estas cartas, especialmente en Estados Unidos, al punto de que hoy vemos como las que antes eran vanguardias comerciales retiran de sus paneles los colores del orgullo con roche. Sin embargo, en el vecindario, empiezan a tener problemas de consistencia. Milei es, por ahora, el mejor exponente de esta triada de “libertad, vida y propiedad privada”, porque tiene a sus políticas económicas como respaldo.
Volviendo al Perú, nuestra derecha porcina parece optar por la espada y la cruz como antípodas de la hoz y el martillo. Ha elegido una versión de batalla cultural más ultramontana, apelando al catolicismo popular que nos conmueve. No obstante, hay dos grandes obstáculos para que su fórmula funcione. Uno es que, en una sociedad informal, los apuros económicos siguen siendo prioritarios, incluso, a la inseguridad pública. ¿Por qué tendría que moverles un pelo al tercio de la población que vive debajo de la línea de pobreza el sambenito de la “mafia caviar”? La derecha porcina está repitiendo el mismo error que sus némesis ‘progres’: pasar al debate posmaterial (en lo valórico) en una sociedad con urgencias materiales. En el nivel de desarrollo que estamos, Marx explica mejor que Gramsci. El segundo error estriba en que el desprestigio hacia las instituciones católicas más conservadoras puede escalar a un nivel de indignación mayor con la publicación de las denuncias en contra de su figura política más conocida, el excardenal Juan Luis Cipriani. Porque una cosa es adherirse a una protesta contra un currículo escolar que se considera inapropiado y otra, aguantar chanchadas.