(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Hace algunos días visité la ciudad de Moquegua. Considerada benemérita de la patria, la antigua Villa de Santa Catalina de Guadalcázar (1625) goza de un envidiable clima, además del encanto de aquellas ciudades pequeñas marcadas por una historia rica y compleja. Lugar de nacimiento de José Carlos Mariátegui, Moquegua “vive mecida en la brisa del valle fluvial que la cruza y sosegada en la quietud de su desierto”. Estas palabras pertenecen a la historiadora Teresa Cañedo Argüelles, quien además nos recuerda que sus antiguos pobladores hablaban en su mayoría el idioma coli (de ahí el nombre Colesuyo) y eran agricultores, mientras los camanchaca se dedicaban a la pesca. Lo que resulta claro es que en la Moquegua de los tesoros arqueológicos y de las callejuelas por donde paseaba el amigo del creador de “El Quijote”, Alonso de Estrada, se desarrollaron una serie de estrategias propias de las sociedades andinas, desplegadas con la finalidad de armonizar, siguiendo el argumento de Cañedo Argüelles, sus tradicionales prácticas económicas con aquellas que otros modelos trajeron de “instancias exógenas”. Más aun, la conciencia identitaria fue una herramienta utilizada por los moqueguanos, para insertarse en una elusiva “modernidad”.

Hablando de los aspectos identitarios de Moquegua recuerdo que, luego de publicar una parte importante del archivo del Mariscal Nieto, fui invitada por su Oficina Desconcentrada de Cultura para disertar sobre la vida y el tiempo de uno de los hijos más reconocidos de Ilo, quien, además, peleó en Ayacucho. Desafortunadamente una huelga minera me impidió ir y compartir la noción de la “guerra maldita”, frase que Nieto utilizó para definir la ferocidad de la década de guerras civiles (1834-1844) que culminan con su presidencia provisoria y temprana muerte en el Cusco. Hace algunas semanas, y en medio de la reciente ola de movilizaciones en el sur, recibí una segunda invitación a visitar Moquegua. Ante el auditorio de la Universidad José Carlos Mariátegui –que me honró con un doctorado honoris causa–, y luego en el del Club Moquegua, que inicia este año la celebración de su centenario, analicé la historia de nuestra temprana república. La que no solo nació a sangre y fuego, sino que fue atrapando, en su peculiar dinámica bélica, tanto a quienes intentaron utilizarla en su beneficio como a los que, sin mucho éxito, buscaron transformarla desde adentro. Porque, a pesar de ciertas pausas constructivas, han sido la corrupción, el abismo sociocultural, la ausencia de instituciones, pero, sobre todo, la noción del otro como acérrimo enemigo los que han ido marcando nuestra imprevisible historia patria.

En Moquegua, reflexioné sobre la guerra y cómo su escalada logró trastornar a la mayoría de sus participantes. En un contexto en el que lucha inicial fue por grandes conceptos (libertad, constitución o justicia), se irán gestando decisiones, a veces apresuradas y otras equivocadas. Ya que una vez desatada la violencia, la guerra adquiere una dinámica propia e incierta. Así, los ideales iniciales, como los expresados por Nieto en la jornada libertaria en Arequipa, dieron paso a la desesperación, primero, y a la preservación de la vida y la dignidad, después.

Lo más fascinante de la correspondencia de Nieto es que, casi al final de su agitada y dramática trayectoria política y militar, él tratara de imaginar un mundo posguerra, donde fuera posible vivir en paz. Mientras recorría –junto a Gustavo Valcárcel, director del archivo de Moquegua– el edificio del semiderruido colegio jesuita donde tal vez el mariscal de Agua Santa estudió de niño, pensé en su drama personal, que es similar al de miles de peruanos marcados por enfrentamientos seculares. También reflexioné en la trayectoria del llamado Colegio de Moquegua, uno de los centros educativos más antiguos del país y hasta hace poco preso de un sinfín de líos judiciales. Muchos limeños probablemente no conocen la historia de un edificio bellísimo que, por encapsular más de 300 años de historia, merece ser restaurado y devuelto a los moqueguanos, quienes ni siquiera cuentan con un local para su archivo documental. La memoria histórica de la capital del cobre se encuentra, paradójicamente, alojada en un garaje. ¿Por qué no soñar en grande y rescatar como lugar de la memoria a ese complejo arquitectónico secular que fue ‘republicanizado’ por el mismísimo Simón Bolívar cuando le otorgó el nombre de Colegio de la Libertad?

La guerra que, por diversas razones, aún continúa nos ha vuelto violentos y crueles. Pero, lo que es mucho peor, ha reforzado nuestro cortoplacismo, porque, a estas alturas, a muy pocos les interesa la historia, sus documentos y mucho menos sus monumentos. Sin embargo, estamos a tiempo de imaginar un Perú posguerra, donde la reconstrucción física y espiritual de la república sea el objetivo. La recuperación del Colegio de Moquegua y de muchos edificios emblemáticos puede marcar un hito simbólico: el inicio de una paz perdurable basada en una sólida identidad, pero además en la justicia y la institucionalidad que todos merecemos.