Las tiranías de Venezuela y Nicaragua, y la fallida que empezó a construir Pedro Castillo en el 2021 en el Perú, tienen su origen en el arma perfecta de algunas izquierdas para capturar el poder: convertir el inicial voto ciudadano democrático a plazo fijo en el instrumento eficaz para gobernar autoritaria e indefinidamente.
Es decir, la capacidad de un presidente en funciones de convocar a una asamblea constituyente para que esta reemplace la Constitución vigente por otra nueva y establezca un gobierno que no tenga que rendirle cuentas a nadie.
Así lo hicieron Hugo Chávez, Daniel Ortega y Nicolás Maduro. Y hasta Gabriel Boric en Chile intentó hacerlo en el 2022, en una experiencia que finalmente no funcionó.
Mario Vargas Llosa tuvo que frenar, en el mismo plan, a Ollanta Humala en el 2011, mediante el juramento y la firma de un compromiso democrático que debió cumplir, probablemente a regañadientes, a cambio del apoyo político y moral del afamado escritor.
En las débiles democracias latinoamericanas, permanentemente amenazadas por el lobo del autoritarismo disfrazado de Caperucita Roja, el voto ciudadano como expresión de mandato popular y, lo que es más importante, de delegación de poder, tiene que ser sobreprotegido, tanto como puede sobreproteger un Banco Central de Reserva el valor de cambio de una moneda nacional.
La única forma de sobreproteger el voto ciudadano es reconociendo en él, legal y constitucionalmente, y de manera explícita, el valor supremo de la expresión ciudadana, prohibiéndose y sancionándose toda distorsión, manipulación y cambio de curso en su legítima naturaleza.
El voto ciudadano, en sí mismo poderoso y determinante, no tiene en la Constitución vigente la mención y especificidad que debiera tener. El artículo 45 dice, a la letra: “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen”. Ese poder del Estado no emana del pueblo por gracia de Dios o por arte de magia, sino a través del voto ciudadano que debiera estar debidamente mencionado en esas líneas.
El voto ciudadano en el Perú y en todos los sistemas presidenciales latinoamericanos es un ritual electoral, una fórmula contable para los registros de mayoría y minoría, y una constatación notarial de que la democracia funciona. Nada más que eso. Lo que no se defiende en él es la fuerza de su delegación de poder presidencial y parlamentario que por ningún motivo debería ser desviada a otros fines que no sean los de dar estabilidad a un gobierno y a un Congreso.
A sabiendas ahora de cuán difícil es sacar a un tirano como Maduro del poder, evitemos que el voto ciudadano que favorece a un candidato presidencial sea fácilmente secuestrado por este para su conversión perversa en el amo y señor de una nueva falsa promesa de “patria libre”.
Defendamos el voto ciudadano, inclusive por encima de quienes, estando llamados a sobreprotegerlo, podrían ser los primeros en exponerlo a un proyecto autoritario: la ONPE y el JNE.