(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Hace dos semanas me entrevistaron en la radio a propósito del Día Internacional de la Felicidad. Me hizo recordar aquella sentencia atribuida al historiador Pablo Macera de que “…quien se sienta feliz en el Perú es un miserable; definitivamente; ni siquiera un tonto”. Aunque creo que –en realidad– miserables son los que roban felicidad al país.  

Somos un país medianamente feliz, por lo menos eso es lo que indica el Informe Mundial sobre la Felicidad del 2018 preparado por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. De los 154 países examinados, ocupamos el puesto 65. Esta posición se mide de acuerdo a la escala diseñada por Hadley Cantril en 1965. Consiste en solicitarle a los entrevistados que imaginen una escalera de diez peldaños, el superior (escala 10) representa la mejor vida posible que puede llevar y el peldaño inferior la peor vida posible. Se les pide que se ubiquen en el peldaño que consideren más apropiado al momento de evaluar su vida. Para que tengamos una idea, el promedio para los peruanos es 5,63, prácticamente en el medio de la escala.  

¿A qué se refieren estos estudios cuando hablan de la felicidad? En el fondo, es lo mismo que el bienestar subjetivo. No tiene que ver necesariamente con cuán contento o alegre se está en un momento dado, sino cómo –en términos generales y longitudinales– uno se siente acerca de sí mismo y lo vivido. La OCDE, por ejemplo, recomienda a sus países miembros que –al medir bienestar subjetivo– contemplen tres elementos: una evaluación de la vida (como la escala Cantril que antes mencioné), los afectos (entendidos como los sentimientos personales y los estados emocionales) y, en tercer lugar, cuánto sentido y propósito tiene la vida. 

Volviendo a la felicidad peruana. Resulta bastante preocupante que seamos el país sudamericano –sin contar a Venezuela– con el índice más bajo. Inclusive, países centroamericanos con niveles de ingresos y condiciones de vida muy inferiores al nuestro tienen mayor bienestar subjetivo (por ejemplo, Guatemala, El Salvador, Nicaragua). ¿Cómo explicarlo? 

El estudio multidimensional de la OCDE del 2015 nos provee algunas pistas. Los principales factores que restan bienestar a los peruanos son el empleo, la educación, la seguridad y la política. En casi todos ellos, el problema principal no es la carencia o la falta, sino la calidad. Y justo los que se comportan como miserables tienen mucho que ver con esta insuficiencia. Veamos. 

Uno de los problemas claves que enfrentamos es la calidad de la educación. Ante la caída de la oferta educativa pública, la solución del régimen fujimorista fue incentivar la inversión privada convirtiendo la educación en negocio. Salvo excepciones, conocemos bien los resultados: centros de educación ‘chatarra’, muchos de ellos con desempeños más bajos que las mismas escuelas públicas. No obstante, resultan espléndidos negocios que irresponsablemente minan el futuro capital humano del país.  

La calidad del empleo también es muy baja. Como hemos dicho en otras ocasiones, el problema del país no es el desempleo, sino bajo qué condiciones se trabaja, especialmente la situación de precariedad. Justo este último aspecto produce un fenómeno denominado “triunfador frustrado”, estudiado en varios países, pero especialmente en el Perú. Ocurre cuando, a pesar de estar objetivamente mejor (mayores ingresos), las personas son conscientes de que viven sin ninguna red de seguridad y que cualquier eventualidad puede arrastrar todo lo obtenido. El trabajo no regulado –lo que normalmente llamamos la informalidad– con frecuencia es aprovechado por miserables para pagar menos y ganar más. 

Finalmente, la política también nos resta felicidad y, de nuevo, es un problema de calidad. Tenemos una democracia electoral bastante consistente, siendo la última interrupción hace 26 años. Sin embargo, la distancia entre la ciudadanía y la institucionalidad democrática se ha hecho mayor. El actuar de nuestra clase política está ahondando la desconfianza hacia el sistema y generando una desazón pocas veces vista en nuestra historia republicana. Pero para los miserables, la política no es una vocación sino un turbio negocio que alimenta la corrupción y la concentración del poder.