(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

Cuentan los cronistas que en los tiempos de Huiracocha, los chancas avanzaron amenazantes sobre el Cusco y la derrota inca parecía inexorable. En ese momento, uno de los hijos del monarca, Cusi Yupanqui, se negó a la renuncia y convocó a los ayllus dispersos que eran escamoteados por poseer antepasados, culturas y lenguas diferentes para enfrentar al enemigo en ciernes.

Pocos creyeron en la eficacia del llamado e, incluso, el inca y el resto de la panaca real se prepararon para lo peor, huyendo hacia Urcos. Cuando todos se aprestaban a capitular, el joven guerrero retornó triunfante, trayendo la cabeza de sus enemigos para enrostrarles a los escépticos su incredulidad.

Al explicar su desconcertante victoria, Cusi Yupanqui, quien después se tornaría en el inca Pachacútec, aseguró que, en medio de la batalla y cuando sus combatientes parecían desfallecer, surgían más y más huestes silenciosas que acudían al llamado para sumarse a la lucha hasta hacer sucumbir al enemigo. Los chancas, obligados a replegarse a Ichupampa, bautizaron a esos indómitos y silenciosos luchadores, quienes aparecían inexplicablemente entre las sombras y los bosques, como ‘Pururaucas’, que significa ‘inconquistados enemigos’.

Quizá nunca haya oído o leído este relato porque los libros de historia rara vez lo consignan, aunque sea considerada una de las más hermosas leyendas que existen sobre el Imperio Incaico porque honra la fortaleza de las personas cuando se reúnen en torno a un objetivo común, a partir del reconocimiento de su dignidad por encima de sus diferencias.

Decía nuestro gran historiador y ensayista Raúl Porras Barrenechea, citando a Garcilaso de la Vega, que este mito se convirtió en uno de los mayores incentivos que contribuyeron a las victorias posteriores, a su expansión territorial y a la grandeza de los incas, recordando aquella tarea pendiente que es acabar con las divisiones profundas que existen aún entre los peruanos.

Últimamente, algo hemos avanzado. La reciente incorporación de los noticieros en quechua, aimara –y pronto en lenguas amazónicas– en la radio y televisión de todos los peruanos permite a los ciudadanos que no tienen al castellano como idioma materno ejercer el derecho a estar informados.

A ello se suma que, por primera vez, el país cuenta con una Política Nacional de Lenguas Originarias, Tradición Oral e Interculturalidad que establece el compromiso del Estado de garantizar sus servicios en sus respectivos idiomas a los millones de hombres y mujeres que pertenecen a los 55 pueblos indígenas identificados.

En dos meses se llevará a cabo el primer censo que incluye la autodefinición étnica, el cual nos permitirá conocer con exactitud no solo cuántos somos sino cómo somos, para que el Estado pueda disponer racionalmente los recursos necesarios y atender sus principales necesidades, identificar mejor a las poblaciones vulnerables, mejorar el diseño de las políticas públicas, entre otros factores.

Si bien constituyen importantes adelantos en comparación a la situación previa, han surgido ciertas voces, de inmediato, que alertan acerca de un supuesto riesgo de fragmentación nacional y esgrimen el fantasma de la división profunda hasta compararla con aquella que se vive en algunas regiones de Europa, olvidando que esos reclamos obedecen más a reivindicaciones económicas y políticas que a razones lingüísticas.

Comparaciones aparte y realidades completamente distintas, hay que tener presente, además, que para enfrentar problemas del Primer Mundo se requiere antes abandonar el tercero y, en ese camino, nos falta todavía un largo, larguísimo trecho que recorrer.

Una visión retrospectiva solo nos permitirá constatar que una de las hebras que enlaza la historia peruana y que ha tejido gravísimos desencuentros parte de aquella negativa a aceptar la existencia de la multiculturalidad y la multietnicidad como la mayor riqueza de la nación.

Durante siglos, el país grande y pujante que todos queremos ha sido eviscerado por el centralismo, la incomunicación, la desigualdad de oportunidades, el racismo, la discriminación y la vergonzosa realidad que nuestros hermanos indígenas fueron tratados –y en algunos ámbitos siguen siendo tratados– como ciudadanos de segunda clase. No es casualidad, entonces, que la brecha en los indicadores sociales sea más profunda entre las poblaciones originarias y afrodescendientes.

Bajo esa óptica, no son pocos los vergonzosos episodios escritos en los cuales, incluso, se intentó eludirlos, negar su existencia o, peor aun, suprimirlos intencionadamente dentro de la perspectiva de que ellos eran los responsables de nuestro atraso y subdesarrollo.

Si queremos un país moderno, ¿no se debería cambiar esta situación? ¿No deberíamos abandonar el ostracismo oficial que contribuyó a segregar a los pueblos originarios y pretendió obligarlos a que renuncien a su idioma o costumbres en aras de una unidad inexistente? ¿Cuántas personas deben seguir muriendo por este divorcio entre peruanos? ¿Cuántas iniquidades se continuarán cometiendo por esta negativa?

Ha llegado la hora de reconocer algo que está en nuestro propio origen y que es la condición del Perú como país multicultural y multiétnico. Esa es, precisamente, su mayor riqueza sin menoscabo de nada ni de nadie y, como sostenía el escritor Sebastián Salazar Bondy, “así se retornará a la legítima comunidad esa que está levantada sólidamente sobre las bases de la recíproca admiración sin rencores ni escisiones, tal como destella el símbolo peruano ‘Firme y feliz por la unión’”.

Hoy, varios siglos después del surgimiento de la creencia de los Pururaucas y cuando nos aproximamos al bicentenario de la independencia, tenemos la gran oportunidad de hacer que esta hermosa historia se transforme también en una hermosa realidad. Ha llegado la hora de dejar atrás el olvido y el menosprecio, de convocar e incluir a los excluidos, reconociendo el valor de los pueblos originarios para sumarlos a la heredad nacional de manera definitiva y darles el sitial que merecen en la formación de nuestra identidad nacional. Solo así tendremos un país que mira al futuro, enorgulleciéndose completamente de su pasado y, sobre todo, del legado que esta grandiosa tierra nos ofrece.