
De todos los lujos bien o mal atribuidos a la presidenta Dina Boluarte en el ejercicio del poder, hay uno que llama la atención: el lujo insólito de prácticamente no usar su autoridad como jefa del Estado.
Suele suscribir algunas cosas y hacer acto de presencia protocolar en otras como jefa del Estado. Pero de ahí a sentar autoridad como tal, no hay nada importante y trascendente que podamos reconocerle, excepto el Consejo de Estado que convocó en noviembre y que extrañamente, pese a los resultados relativamente exitosos que generó en la guerra contra el crimen organizado, no ha tenido el seguimiento debido desde Palacio de Gobierno.
La mandataria ha convertido la jefatura del Estado en una prerrogativa suntuaria, todo un lujo del que ella habría decidido prescindir, porque supuestamente no lo necesita. Parecería bastarle solo el ejercicio del día a día presidencial y su mando directo sobre las Fuerzas Armadas y Policiales.
Quizás toda la culpa de ver la jefatura del Estado como una suntuosidad a usar o a no usar no viene de la señora Boluarte, sino de nuestra propia Constitución, que establece, en su artículo 110, que el presidente de la República es el jefe del Estado, así, sin más precisiones, con la consiguiente duda y ambigüedad sobre cuál es la última instancia del poder.
Si la jefatura del Estado funcionara realmente como última instancia (al estilo de las monarquías republicanas) podría ser un potencial factor de unidad en una estructura social compleja como la peruana que se desintegra cada vez más políticamente, según lo demuestra la cincuentena de partidos listos a competir en el 2026 por la presidencia y el Congreso.
Señora presidenta, no convierta en un lujo la jefatura del Estado ni pretenda darse el lujo de obviar su importancia. Úsela en el ejercicio de poder que le falta, convocando más frecuentemente al Consejo de Estado, única instancia, no importa si de facto, donde usted puede sentirse sobre y con todos los demás poderes, para construir una estrategia del más alto nivel frente a la violencia criminal. No reduzca en este tema su capacidad de fuerza solo a un par de ministerios. La monstruosidad de asesinatos, secuestros y extorsiones le exige asumir, sin tregua, el liderazgo de una irreemplazable estrategia integral de mayor envergadura política, congresal, fiscal, judicial y de inteligencia.
Creo que el jefe del Gabinete, Gustavo Adrianzén, y el ministro del Interior, Juan José Santiváñez, lejos de temer perder protagonismo en una guerra contra el crimen que escapa de sus manos, deberían ser los primeros en promover el liderazgo y predicamento ampliado de Boluarte desde el Consejo de Estado, que debiera ser convocado para construir una instancia de autoridad política mucho mayor y efectiva que la que ella ha podido tener hasta hoy ante la escalada homicida que cobra tantas vidas en las calles, tanto dolor en familias enteras y tanta impunidad en nuestro sistema policial, fiscal y judicial.