"Para cubrir la inmensa brecha de infraestructura que tiene el Perú tenemos recursos financieros y operadores de primer nivel internacional dispuestos a invertir". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Para cubrir la inmensa brecha de infraestructura que tiene el Perú tenemos recursos financieros y operadores de primer nivel internacional dispuestos a invertir". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gianfranco Castagnola

Es una buena noticia que se haya otorgado la buena pro para el sistema de tratamiento de las aguas residuales en la cuenca del lago Titicaca, una obra indispensable para la recuperación y sostenibilidad ambiental del lago. Sin embargo, el tiempo que ha tomado sacar adelante este proyecto, y el que previsiblemente tomará su ejecución por las dilaciones burocráticas, muestra la disfuncionalidad de nuestro Estado.

Esta asociación público-privada consiste en la construcción, operación y mantenimiento de seis plantas de tratamiento de aguas residuales (PTAR) y la operación y mantenimiento de otras cuatro PTAR existentes. Cuando entren en funcionamiento, se espera reducir de manera significativa la cantidad de agua contaminada que se vierte sobre el lago Titicaca. Es la primera iniciativa privada cofinanciada (IPC) con buena pro otorgada. Las IPC se diseñaron para incentivar al sector privado a presentar soluciones dirigidas a reducir el déficit de infraestructura del país. Entre el 2014 y 2015 se presentaron aproximadamente 200 IPC. Solo 18 están en formulación del estudio de factibilidad. El resto fue rechazado.

El proceso de una IPC, en teoría, debería funcionar. Un inversionista presenta una iniciativa para cubrir una brecha de infraestructura. Formula un estudio de factibilidad a su costo y riesgo cumpliendo las normas de inversión pública y bajo la estricta supervisión del ministerio competente. Luego Pro Inversión conduce todo el proceso, desde la estructuración del contrato de concesión hasta el otorgamiento de la buena pro. Todo esto debería tomar un máximo de 18 o 24 meses. Pero, lamentablemente, la realidad es muy distinta.

En el caso específico de estas PTAR, la iniciativa fue presentada en mayo del 2014. Han pasado cinco años desde entonces, muchísimo más de lo previsto en la norma. Ahora, en la etapa de ejecución, si todos los permisos, licencias y autorizaciones se dieran en los tiempos previstos –escenario muy optimista, por cierto–, las obras se podrían iniciar en el primer semestre del 2020 y culminarían en el 2023. Es decir, entre la presentación de la iniciativa y la puesta en operación de las plantas habrán pasado, en el mejor de los casos, nueve años.

El excesivo tiempo que toman los proyectos de infraestructura –lo que, dicho sea de paso, ha desalentado tremendamente al sector privado interesado en invertir en ellos– refleja la creciente disfuncionalidad de nuestro aparato estatal. En proyectos complejos, donde concurren varias entidades públicas, aflora la incapacidad para coordinar eficazmente. Y si intervienen varios niveles de gobierno, la situación deviene en pesadilla. Los papeles van y vienen entre una entidad y otra, con memos e informes legales que se intercambian durante meses, sin ningún sentido de urgencia ni practicidad. Detrás de ello se esconde un inmenso temor a tomar decisiones. Sucede que el sistema de control gubernamental no se concentra en aquello que es su principal función, que es velar por la legalidad y la debida diligencia del funcionario público en su proceso de toma de decisión. Más bien, además de practicar un excesivo celo por el puro formalismo, invade los espacios discrecionales del funcionario público y cuestiona sus decisiones, sin ser expertos en la materia. Y funcionarios probos y diligentes terminan sancionados e inhabilitados injustamente. Obviamente, la señal al resto de funcionarios es muy mala.

Esta disfuncionalidad se ha visto agravada por el Caso Lava Jato. Sabemos de los inmensos costos que nos ha ocasionado al país: cientos de millones de soles en proyectos que nunca se debieron emprender, otros tantos en sobrecostos que fueron a los bolsillos de las empresas corruptoras y de los funcionarios corruptos, y un golpe demoledor a nuestra frágil institucionalidad, que acarreó la desaparición del elenco estable de la política peruana del siglo XXI. Ahora estamos viendo otro costoso impacto: la seria afectación a la dinámica de toma de decisiones en el sector público. La agudización de la desconfianza en nuestra sociedad ha ocasionado que se instaure una cultura de la sospecha y el gran temor a ser objeto de investigaciones y acusaciones. En asociaciones público-privadas, donde la interacción entre Estado y concesionario es indispensable, el temor afecta la fluidez del diálogo entre las partes. Una clase política francotiradora y poco ducha en temas económicos también aporta su granito de arena, con declaraciones grandilocuentes y politización de los procesos, olvidando que la gran mayoría de funcionarios y servidores públicos es gente honesta que busca cumplir con sus responsabilidades.

El inmovilismo lleva a extremos como el que mencionaba Juan Stoessel en un reciente artículo en “Perú 21”. El Centro de Convenciones de Lima, inaugurado en el 2015 en las reuniones del Banco Mundial y el FMI, aún no cuenta con conformidad de obra ni tiene autorización de Defensa Civil. El hecho de que una constructora brasileña involucrada en el Caso Lava Jato haya estado a cargo de la obra debe influir, indudablemente, en que no se haya regularizado su situación para poder entregarla en concesión y así aprovechar una infraestructura en la cual se invirtieron S/535 millones.

Para cubrir la inmensa brecha de infraestructura que tiene el Perú tenemos recursos financieros y operadores de primer nivel internacional dispuestos a invertir. Solo falta que el Estado ponga de su parte. Una lástima que no se perciba en el gobierno un sentido de urgencia para salir de este marasmo.