Javier Díaz-Albertini

Hace poco, fui invitado a participar en una mesa redonda acerca de la organizada por la Sociedad Peruana de Psicoanálisis (SPP), en un evento llamado “Conexiones”. Es un espacio mensual de intercambio y sostuvimos un interesante diálogo con la periodista Paola Ugaz, el comunicador Jonathan Castro y la psicoanalista Teresa Ciudad. Quisiera compartir algunas de las ideas que expuse.

Cuando pequeño, recuerdo que mi madre, una vez que me chapó un embuste, me dijo que la mentira tenía patas cortas. Añadió, además, que la verdad siempre la alcanza. Al momento no entendí mucho esta personificación. Con el tiempo, sin embargo, he aprendido que –contrario al dictado materno– la mentira muchas veces no tiene patas cortas, que la verdad no siempre las alcanza y que, cuando lo hace, a incontables personas no les importa.

La mentira cotidiana tiene patas largas porque es una de las principales formas de relacionarnos con los demás, especialmente con las personas más cercanas y conocidas. Una honestidad brutal y directa, en cambio, llevaría a resentimientos, dolor, distanciamiento y hasta rompimiento. No obstante, quiero referirme a la gran mentira, esa que utiliza el poderoso en la esfera pública como artilugio para encubrir, engañar, confundir y protegerse. Daña a la democracia inventando o magnificando odios, propagando falsas dudas sobre instituciones, alimentando el miedo. En pocas palabras, destruye mucho para beneficiar a pocos.

Durante buena parte del siglo XX, la gran mentira se construyó vía el control férreo de los medios masivos. A Joseph Goebbels, perverso ministro de propaganda nazi, se le atribuye la idea de que una mentira repetida con frecuencia termina convirtiéndose en verdad. Y esto ocurría porque –entre otras razones– existían pocas fuentes alternas de información. La tecnología permitía –por primera vez en la historia– una llegada directa, inmediata, excluyente y simultánea del líder a las masas.

En la actualidad, sin embargo, contamos con múltiples fuentes de información. En teoría, sería mucho más fácil descubrir al embustero. Paradójicamente, la información en demasía nos ha hecho más vulnerables a la falsedad. ¿Por qué ocurre esto?

Una primera razón es que ha disminuido la confianza, especialmente en las instituciones que antes nos ayudaban a filtrar y discernir información. Muchos peruanos ya no creen tanto en la ciencia, los partidos políticos, la prensa, las universidades, las organizaciones ciudadanas y las iglesias. Por ejemplo, hace unos años, el sociólogo Joaquín Yrivarren realizó un estudio sobre los conflictos alrededor del proyecto minero Conga. Descubrió cómo los 17 informes técnicos elaborados por las diversas organizaciones en pugna, en vez de acallar y esclarecer el conflicto político, dificultaron el diálogo. Cada contendor era dueño de su verdad técnica.

En segundo lugar, se encuentra el fenómeno denominado “cámara de eco”. A pesar de que tenemos posibilidades de relacionarnos con cualquier persona en el mundo, nuestra tendencia sigue siendo a tejer redes compuestas por parecidos (en sociología: homofilia). La teoría de las redes sociales nos dice que entre similares la información es redundante; es decir, circula y rebota varias veces –de ahí el “eco”–, cumpliéndose la doctrina goebbeliana de la mentira repetida. Este fenómeno también está detrás de la polarización y la manipulación –vía algoritmos– en las campañas electorales (léase Cambridge Analytics).

En tercer lugar, encontramos el uso siniestro de los mecanismos creados originalmente para proteger al ciudadano del abuso. Ante las presuntas mentiras, los poderosos están protegidos porque guardan silencio o evitan dar respuestas bajo la consigna “demuéstrenlo, pues, imbéciles”. Es una estrategia con muchas variantes; por ejemplo, “me pongo a disposición de la justicia”; “acudiré cuantas veces sea requerido”; “tengo toda la voluntad de cooperar”, frases que dicen nada y ocultan todo. Como nuestro sistema de justicia es lento, poco eficiente y corrupto, los poderosos viven blindados por la impunidad. El único miedo que tienen es a la prisión preventiva y, ante ella, siempre hay una policía “negligente”.

En cuarto lugar, no podemos esquivar nuestra responsabilidad. Si cada uno de nosotros se resistiera a reenviar noticias e información de dudosa fuente y veracidad, estaríamos poniendo un pequeño granito de arena reflexivo. Le daríamos, así, un mejor chance a la verdad para que le crezcan patas largas.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima