
La masacre de 13 trabajadores en Pataz no es un hecho aislado ni un problema local. Es el síntoma más brutal de una verdad que muchos prefieren ignorar: la minería ilegal ya es un delito aislado, es la columna vertebral de la economía criminal que ya ha desbordado la seguridad nacional.
El alcalde de Pataz fue claro y contundente: el apoyo policial ha sido casi nulo frente a las mafias mineras que controlan territorios y ejecutan a quienes no se someten a sus extorsiones. La pregunta que debe estremecernos como país es: ¿A quién defienden nuestras autoridades? ¿Para quién trabajan?
Los 13 trabajadores asesinados no eran mineros ilegales. Eran empleados formales, secuestrados y ejecutados por criminales que han encontrado en el oro ilegal la fuente de financiamiento perfecta. La minería ilegal no solo es un delito ambiental, financia sicarios, redes de extorsión, tráfico de armas, explotación sexual, trabajo forzoso y tráfico de migrantes. Todo ello desemboca en la ola de violencia que hoy desborda Lima y se extiende por todo el país.
Pero mientras la violencia cobra vidas, el Congreso guarda silencio en bloque. Y los pocos que se pronuncian, se limitan a declaraciones vacías que no enfrentan el fondo del problema.
¿Por qué?
Quizá porque ya eligieron de qué lado están cuando aprobaron —con amplia mayoría— la ampliación del REINFO, que lejos de ser únicamente una política pública cuestionable: se ha convertido en una decisión que ha terminado por beneficiar a muchas de las redes criminales, las mismas que hoy secuestran y matan con tal de salvaguardar sus intereses económicos.
Frente a esta crisis, no bastan operativos mediáticos ni declaraciones vacías. La respuesta debe ser estratégica y contundente. No basta con destruir campamentos o confiscar oro. Es urgente seguir el rastro del dinero:
Identificar a los compradores de oro ilegal y sus operadores financieros.
Investigar las empresas fachada y exportadoras que blanquean el oro hacia mercados internacionales.
Rastrear flujos hacia redes de lavado de activos, donde muchas veces participan actores del sector formal y partidos políticos.
Nadie habla de esto. Son demasiados intereses y sobre todo demasiados bolsillos que se verían afectados. Por eso vemos solo pocas palabras y ninguna acción.
Desmantelar estas redes exige decisión política y colaboración internacional. Sin cortar el financiamiento, cualquier operativo en campo será solo un espectáculo vacío, ese que tanto le gusta al crimen organizado porque distrae aparentando acción mientras todo sigue igual, sin ningún cambio real.
Esta no es solo una batalla territorial. Es una lucha por quién definirá el futuro del Perú: el Estado o las organizaciones criminales.
Si el Estado no responde con toda la fuerza de la ley y con una estrategia clara, el crimen organizado consolidará su poder sobre nuestra seguridad, economía y gobernabilidad.
La indiferencia es complicidad. Es momento de actuar.