En algunas décadas seguramente los historiadores estudiarán el quinquenio que hemos vivido como aquel que marcó un quiebre en el destino del país. La conjunción de una aguda crisis política, democrática y de representación con una de las peores crisis sanitarias de nuestra historia nos llevará sin duda a vivir una normalidad distinta a la que hemos estado acostumbrados en lo que va del siglo.
El statu quo no puede aguantar mucho más en un país donde la gente se muere de COVID-19 más que en ninguna otra parte del mundo mientras los políticos se pelean por sus restos sin intención de sanar al enfermo terminal que parece ser nuestra pseudo república.
Y así, en medio de esta tormenta, apareció una de las pocas tradiciones democráticas que aguantan el aguacero: las elecciones. Los comicios amanecieron con ancianos haciendo fila por horas bajo el sol y terminaron con un boca de urna que sorprendió a la gran mayoría de la población. Un candidato que hasta hace no mucho estaba en la categoría ‘otros’ de las encuestas logró sacarle una cabeza de ventaja a la pila chata de aspirantes a la presidencia. Si Perú Libre apenas consiguió 3,4% de los votos en las elecciones parlamentarias del 2020 y no logró siquiera pasar la valla, esta vez fue la sorpresa que añoraban ser Forzay, Lescano, De Soto y López Aliaga.
Sin embargo, el gran ganador de la jornada del pasado domingo no fue ni el radicalismo de izquierda ni el populismo de derecha, tampoco el conservadurismo; fueron, en realidad, el desencanto y el hartazgo. Los resultados de la ONPE con el 100% de las actas procesadas muestran que el porcentaje con el que Castillo y Fujimori han pasado a segunda vuelta es en realidad un mísero 19% de los electores hábiles, mientras aquellos que no votaron o lo hicieron en blanco o nulo suman el 42% del padrón.
Ninguno de los dos candidatos fue la primera opción de la ciudadanía y eso es algo que deberían tomar en cuenta si es que tienen algún interés en construir un proyecto nacional. Lo más probable, desafortunadamente, es que lo que prime sea el interés de ganar por cualquier medio. El antiradicalismo de izquierda se enfrenta al antifujimorismo en una lucha en la que los intereses de los peruanos quedan en segundo plano.
Nunca en nuestra historia una primera vuelta había dejado dos candidatos con tan poca legitimidad compitiendo por la presidencia. Hemos pasado de ser un país sin partidos políticos a uno sin políticos. En dónde no parecen existir liderazgos capaces de guiarnos, mucho menos en una coyuntura tan compleja como la que vivimos. En ese escenario, es muy difícil prever cómo va a evolucionar la intención de voto. Mañana se publica en Cuarto Poder la primera encuesta de Ipsos sobre la segunda vuelta y mi hipótesis es que el porcentaje de indecisos debería ser significativamente mayor a lo visto en contiendas anteriores.
Lo cierto es que, independientemente de quién gane, es evidente que las necesidades urgentes del Perú son el manejo de la pandemia, la recuperación del empleo y la construcción de un Estado con instituciones capaces de brindar servicios de calidad a toda la ciudadanía. Sin embargo, ninguno de los contendientes parece estar en capacidad de cumplir con esta agenda. Los cinco años que se vienen requieren de una ciudadanía vigilante y participativa, que no solo reaccione a las acciones de los políticos, sino que se involucre en la construcción de la agenda pública. Sin eso, me temo que el siguiente quinquenio podría marcar un punto de no retorno para el país.