Patricia del Río

Hoy, como antaño, a muchos nos toca ver de qué forma nuestro país se cae a pedazos. Hoy, a diferencia de esas décadas oscuras en las que el terrorismo demencial destruía el país, las voces de los inocentes –aquellos que cayeron en una guerra de la que no formaban parte– tienen cuenta en TikTok, Instagram, Twitter. Tienen una herramienta que no permite que se esconda la represión violenta, el disparo cobarde a quemarropa, la asfixia que provocan decenas, cientos de bombas lacrimógenas.

Hay un delincuencial, que siempre ha estado ahí y que busca empoderarse, incendiándolo todo, hay terroristas que siguen matando soldados como los siete peruanos que murieron en el Vraem; pero también hay otro Perú que reclama sin una piedra en la mano. Y es ese el Perú, en el que habitan los herederos de los que cayeron en una guerra que no eligieron cuando los militares se enfrentaban a los terroristas. En ese país anidan los nietos de “ese daño colateral”, a los que les pintarrajearon monumentos como el Ojo que Llora, porque sus nombres no merecen ser pronunciados. Ahí están marchando los deudos de esos anónimos cuyas voces, y restos, y duelos, están alojados en un Lugar de la Memoria que mira al mar, dándole la espalda a un país que les niega el derecho a que sus muertes sean contadas, contabilizadas. Porque ni en eso nos hemos podido poner de acuerdo, ni en el nombre de la guerra que les costó la vida, ni en el número de viejos, hombres, mujeres, niñas a los que se llevó de encuentro la rabia, el horror.

Y hoy, 40 años después, la novedad no es solo que las zonas más golpeadas por el terrorismo siguen siendo pobres o que en Uchuraccay los casos de anemia estén entre los más altos del país, sino la presencia de ese desprecio que los puso de carne de cañón, con más ganas.

Durante años, cierta Lima poderosa y arrogante volteó para otro lado mientras decenas de miles de peruanos morían de hambre, balas, torturas, miedo. Era más fácil no preguntar lo que estaba pasando, para no tener que responsabilizarnos de nuestro silencio. Hoy, esa Lima que es más grande, más poderosa gracias al desarrollo económico desigual, sí mira de frente el problema, pero mira lo que le conviene y ve a un terruco donde hay un peruano; ve a una delincuente peligrosa donde hay una mujer aterrada con la cara en el asfalto mientras una policía la humilla a gritos.

Y esa mirada ciega le permite a cierto grupo fomentar el abuso y responder con un “métele bala” a quien protesta. Esa mirada torva exige que la represión esté a la altura de las necesidades de conservar sus privilegios. Porque, sí, vamos a decirlo con todas sus letras: ese amor repentino de ciudadanos que hasta hace muy poco los trataban con la punta del pie cuando osaban pedirles sus documentos, responde a la tergiversada percepción de que los “tombos” son sus guachimanes. Son, como antaño, los llamados a poner el pecho y la bala en esta nueva guerra. Son los otros herederos de ese espanto que les costó vidas, brazos, cordura a sus padres, a sus abuelos.

Hay quienes están espantados frente a los niveles de que se han desatado en las protestas, me sumo a ese sentimiento. Pero mi espanto es más grande aún frente a la otra violencia que se ampara en la legalidad y en la falsa democracia. Mi espanto es inconmensurable cuando veo a un país que quiere destruir a ese otro que le estorba y entonces le exige al Estado que se lo aniquile para poder seguir con su vida.

De todas las bestialidades que hemos visto, la peor, ha sido constatar que, como antaño, la vida de los peruanos sí tiene precio. Y la de muchos, la de los mismos, sigue valiendo poquísimo.

Patricia del Río es periodista