Carmen McEvoy

En medio del pandemónium político que vivimos, donde la rapacidad se nos impone sin siquiera pasar por el trámite de una fingida justificación, una importante noticia ha pasado desapercibida. Acá me refiero a un estudio publicado en el Biological News y difundido por CNN, sobre un hecho muy preocupante. Casi la mitad de las especies del planeta está experimentando un declive de su población. En efecto, los seres humanos ya han acabado con la de un gran número de flora y fauna, llevando a muchas más –quién no recuerda con indignación el asesinato impune de uno de nuestros osos de anteojos– a la extinción. Dentro de ese contexto, un grupo importante de científicos incluso sugiere que estamos ad portas de la “sexta extinción masiva” del planeta Tierra. El estudio señala, además, que el principal factor de esta hecatombe inédita, por ser de manufactura humana, tiene que ver con la destrucción de los paisajes salvajes para dar paso a granjas, pueblos, ciudades y megaproyectos de diverso cuño. Por otro lado, el cambio climático, que se expresa en el calentamiento global, tiene su cuota en esta etapa de destrucción –al parecer sistemática e inevitable– de nuestro hogar terrestre. Por ser el hombre un depredador por excelencia, la “alerta drástica”por parte de la comunidad científica debe llamarnos a la reflexión colectiva de esta y de otro tipo de extinciones que vienen ocurriendo ante nuestros ojos, entre ellas, el de la convivencia civilizada.

Hace algunas semanas descubrimos con horror que un padre y una madre, de la región de Loreto, aparentemente se coludieron para asesinar a su propio hijo de diez meses, quien falleció luego de una lenta agonía con su cuerpito marcado de cuchilladas. Días antes, un bebe recién nacido fue encontrado dentro de una bolsa plástica en un tacho de basura y su pronóstico, como el de otro encontrado hace algunos meses en una situación similar, es reservado. A este horror, que ya no nos da tregua, debe agregársele el tsunami de feminicidios, siendo el último de una compatriota cajamarquina asesinada con una piedra de ocho kilos a vista y paciencia de los transeúntes que no la defendieron. Con un defensor del Pueblo llamando deformidad a todo lo que percibe como diferente, y por ello despreciable, estamos ya instalados en el abismo al que parecía que nos asomábamos hace algún tiempo. Porque en el Perú de la represión estatal impune, del dengue que se ceba con la vida de los más humildes y de las maquinarias políticas luchando a muerte por el botín estatal, las pruebas se van acumulando sobre un fenómeno inocultable: la extinción de nuestra frágil democracia. Este fenómeno, que no es privilegio del Perú, se expresa en una variedad de manifestaciones que van desde el trastocamiento del balance de poderes hasta el quiebre de la sociabilidad civilizada que, en la ciudad de las balaceras, las extorsiones, el sicariato y los secuestros al paso, ya parece inexistente. Lima, una de las urbes más contaminadas de la región, se ha convertido, y esto viene de antiguo, en una ciudad trampa a la vez que en un vórtex de incontenible. Es por ello y otras razones –entre ellas, la enorme desigualdad social– que la desafección y el desprecio por la democracia, vaciada a estas alturas de contenido y de agencia política, va fortaleciéndose.

En el libro “To Kill a democracy: India’s passage to despotism” (2021), Roy Chowdhury y John Keane analizan las raíces históricas del asalto a las libertades civiles e instituciones democráticas que viene ocurriendo, de manera sistemática, en el gigante asiático. Y es que el concepto de democracia, sostienen los autores, no se remite tan solo a los procesos electorales y a la separación de poderes, sino a un entramado de relaciones que se encuentra, mundialmente, bajo amenaza. En un artículo recientemente publicado en “Letras Libres”, Keane nos recuerda, asimismo, que la mayor amenaza para el sistema democrático proviene de circuitos de retroalimentación destructivos que vinculan el deterioro de la vida social con la aniquilación de la política democrática y las instituciones de gobierno. Porque para que una democracia funcione bien, requiere de una sociedad libre de violencia, hambre y humillación. Y si llevamos el argumento central de Keane – “la democracia es humildad” – a sus límites, será necesario admitir, hago votos que muy pronto, el carácter transitorio del mundo donde todos somos vulnerables y nadie es invencible. Si lo entendemos, evitaremos la extinción de nuestra república, enfrentando un tremendo desafío.

*Comparto este link de mi conversación con Cesar Azabache en Mesa Compartida sobre Volver a la tierra:


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Carmen McEvoy es historiadora