El polaco que surgió del frío, por Renato Cisneros
El polaco que surgió del frío, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Son las nueve de la mañana en Cracovia. Hay cero grados centígrados en la calle. El frío penetra debajo de las pantalonetas especialmente adquiridas para soportar el invierno de Europa Oriental.

Urgidos de llegar lo antes posible al aeropuerto, tomamos el primer taxi que se nos atraviesa. Solo cuando baja a ayudarnos con el equipaje, reparo en lo voluminoso del conductor. Un sujeto eslavo, muy alto, robusto, pelado pero barbudo, con casaca negra y lentes ahumados. Parece salido de una jaula de vale todo. Con dos dedos levanta la maleta sin ruedas que yo venía arrastrando tres calles abajo con todas las fuerzas de mi humanidad. Cuando le damos los buenos días, nos devuelve ese ceño fruncido con el que algunos polacos estilan sonreír.

Mientras maneja hacia la carretera, nos vamos despidiendo de la ciudad. Divisamos a los lejos, a través de la neblina tupida, la silueta del castillo de Wawel custodiado por los Cárpatos; y un minuto después distinguimos la torre alta de la iglesia de Santa María y recordamos los suvenires que compramos al lado, en la Plaza del Mercado. Hasta las aguas congeladas del río Vístula, vistas a esta hora, nos producen algo de nostalgia.

Toda esa melancolía turística, sin embargo, va diluyéndose a medida que sentimos que el auto no avanza sino que vuela, flota, sorteando vehículos temerariamente. Echo un vistazo al tacómetro: 140 km/h. El taxista está aferrado al timón, la mirada clavada en el vidrio, apenas estira un brazo para mover el dial de la radio, donde ahora alguien parece dar noticias en un idioma al que le faltan vocales y le sobran zetas y jotas. Cada vez que puede, el hombre pisa el acelerador. El motor ruge. “Dile algo”, me impele Natalia, mi esposa, ya oficialmente asustada. “Ahorita, ahorita”, le miento, pensando cómo articular en inglés una frase cordial que persuada a este mastodonte de reducir la velocidad. De pronto, su celular comienza a sonar. Maldición, pienso, solo falta que maneje y converse a la vez. Mi corazonada se cumple. El hombre habla y se le entiende menos que al tipo de la radio. Su interlocutor le devuelve un ruido masticado, agresivo. Parece como si se insultaran. “Dile algo”, persiste Natalia, previo pellizcón.

Pero lo que a mí me preocupa ya no es lo rápido que vamos, sino la ruta que acaba de tomar el taxista, al parecer siguiendo indicaciones telefónicas. Entonces el miedo empieza a tomar cuerpo ante la posibilidad de estar siendo víctimas de un secuestro coordinado.

En segundos imagino lo peor, así que decido por fin abrir la boca. No para reclamarle nada al gigante, sino para empatizar con él. Es una antigua táctica que usaba en Lima ante la sospecha de haber caído en manos de un taxista-delincuente: creaba un ambiente de repentina confianza, esperando que así el potencial ladrón lo pensara dos veces antes de desvalijarme.

Rápidamente evalúo las afinidades entre polacos y peruanos, y –solo después de descartar a Juan Pablo II y el color de las banderas– se me ocurre introducir como tema el partido de España 82 donde Polonia nos goleó 5-1. El hombre se extraña. Desesperado, le menciono a los viejos jugadores polacos que vienen a mi mente (uno jamás olvida a sus verdugos): Lato, Smolarek, Ciolek. En eso él me interrumpe, baja la velocidad, se vuelve y nos muestra su credencial, donde se lee su apellido: “Boniek”. Boquiabierto, le pregunto si tiene alguna relación con Zbigniew Boniek, el delantero bigotón que esa tarde de hace 34 años, en el estadio de La Coruña, nos zampó el tercer gol. El hombre se levanta los lentes, convierte su mueca de ogro en un gesto de oso de peluche y en un inglés rústico responde: “Is my father”. Sin salir de mi estupor, trato de hacerle repreguntas y a la vez de explicarle a Natalia lo que está ocurriendo, pero todo es atropellado e inútil. Hemos llegado al aeropuerto y el hijo de Boniek tiene que marcharse.

Esta columna fue publicada el 7 de enero del 2017 en la revista Somos.