(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

¿Por qué dejamos de ser la estrella latinoamericana en crecimiento económico? ¿Qué ocurre que cada vez nos alejamos más de ser una sociedad regida por la ley y no por la fuerza o la trampa? ¿Por qué la informalidad no decrece? ¿Por qué los servicios públicos siguen siendo tan deficientes? ¿Por qué la inversión enfrenta tantas dificultades?

Preguntas llenas de pesimismo que inundan las noticias y la vida cotidiana.

A mi generación le tocó empezar su vida profesional cuando el país estaba al borde del abismo: colapso económico e hiperinflación, terrorismo, fracaso democrático, corrupción desbocada y servicios básicos colapsados. Pero emergimos de ello y, poco a poco, el optimismo se fue instalando. Creció la economía, el terrorismo fue confinado, disminuyó la pobreza, dejamos de ser un paria internacional y otras cosas más. No hemos vuelto, ni volveremos, a ese pasado horrendo, pero hay una sensación de estancamiento.

Ayuda a ello tener un desprestigiado hasta la náusea y a un presidente demasiado pegado a la encuesta del día. El problema, sin embargo, es mucho más complejo.

Hace unos meses, escribí sobre lo que llamo un Estado disfuncional. A lo largo de estas décadas, en las que la economía progresó y hubo recursos para invertir, se generaron cada vez más mecanismos de control para evitar el malgasto. Estos no fueron nunca eficientes para su objetivo, pero han hecho que sea cada vez más difícil conseguir resultados en un tiempo razonable. Entre la decisión política de hacer algo y su consecución, pasa más de un gobierno. Con el agravante de que el siguiente probablemente replantee –con o sin razón– muchas de las prioridades.

Agrego ahora otro elemento que me parece concurrente y quizás tan importante como el primero. La política y las políticas han devenido en extremadamente cortoplacistas. Más allá de pomposos planes que nos proyectan hacia los próximos 30 años con las inevitables (e insoportables) “misión” y “visión” en la portada, la realidad concreta es que se trabaja con un horizonte de tiempo muy corto.

Primero, porque las miles de autoridades elegidas –y los funcionarios que los acompañan– no forman parte de grandes continentes políticos. Expresan, más bien, un archipiélago de cientos de pequeñas islas gobernadas por “caudillitos”, que saben que su horizonte es de muy corto plazo y que vendrá otro (igual en la esencia) que los reemplazará.

Esto se agravó con la absurda decisión del Congreso de impedir la reelección de alcaldes y gobernadores. Y se puso aun peor con el populismo presidencial de impedir la reelección de los congresistas.

Si personalmente no vas a durar más de cuatro o cinco años en tu función y, a la vez, no perteneces a una corriente política que, independientemente de tu persona, permita continuidad institucional a los proyectos, ¿cuál es la motivación para ir más allá de tus narices?

¿Cómo empezar a cambiar las reglas de un Estado disfuncional si tu horizonte de tiempo (como persona o partido) es así de limitado? Las grandes tareas solo se hacen en el mediano y largo plazo y con consensos entre pocos actores que perduran.

Ayudaría tener un sistema de sólido, pequeño, estable, con visión programática, que garantice estabilidad dentro del cambio, que ofrezca carreras políticas duraderas y en el que se forjen cuadros para interactuar con la sociedad y gestionar el .

Ese es el objetivo de parte de la que se discute estas semanas. Es un acierto que para la inscripción de los partidos políticos se haya pasado del requisito de las firmas falsificadas al de los militantes certificados. Estos últimos (contra lo que se cree) son más difíciles de conseguir y mantener. En todo caso, en primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, bastantes meses antes de la elección saldrán todos los que tengan menos del 1% del padrón electoral. Si nos guiamos por el resultado de las elecciones del 2016, serían 5 o 6 los que queden. Ya zanjado en primarias el orden de las listas (voto preferencial adelantado), tendremos largos meses de discusión de visiones de país y no una orgía de propagandas individuales. Mejor aun, mucho tiempo para expurgar a los (ya no tantos) candidatos y poner en evidencia a las ‘joyitas’.

¿Es esto suficiente para solucionar los problemas descritos? No, pero ayuda. ¿Garantiza que ya no votemos por pésimas opciones? Tampoco, pero nos da más tiempo para pensar y no errar.