(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

El mundo de hoy está dominado por una corrosiva incertidumbre. Si antes, digamos hace 30 años, la mayoría creía saber adónde íbamos, ahora la situación es muy diferente.

En la época de la Guerra Fría, el enfrentamiento entre el capitalismo y el llamado socialismo era el marco desde donde debían entenderse los diferentes procesos políticos. Pero desde la caída del Muro de Berlín, la situación está cambiando radicalmente. La proliferación de conflictos obedece a lógicas particulares que no pueden totalizarse en una gran oposición.

En todo caso, lo más cercano a una oposición ordenadora de los espacios ideológicos y políticos es la que se da entre el capitalismo globalizado (dirigido por las grandes empresas y bancos) y las reacciones nacionalistas que son, en el Primer Mundo, fenómenos básicamente regresivos (pues luchan por acaparar los frutos del progreso en las circunscripciones nacionales). Estas, además, responsabilizan a la globalización del aumento del desempleo y el deterioro de las remuneraciones, un problema que afecta principalmente a sus clases trabajadoras.

Estos programas nacionalistas postulan como remedio el freno a la inmigración, reintroducir los aranceles a las importaciones y purificar las culturas nacionales de las influencias extranjeras, especialmente las provenientes del Tercer Mundo. Da mucho que pensar que este nacionalismo regresivo haya encontrado una especial acogida en los países que pertenecían al bloque soviético, como es el caso de Polonia, Hungría y la misma Rusia. Estos países han logrado una gran victoria con la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, quien postula como una gran ilusión una reversión nacionalista que tiene como consigna orientadora “Hacer que Estados Unidos sea grandioso nuevamente”.

Mucho de este impulso nacionalista pasa por deshacerse de toda la urdimbre de pactos que limitan la soberanía de los estados en función de los intereses de colectivos más amplios. Es probable que en los próximos años se llegue a una conciliación entre el capitalismo globalizado y la pulsión nacionalista que encuentra su bastión en los sectores populares de los países metropolitanos (que son los que suelen perder con la globalización).

En el Perú, el capitalismo globalizado ha producido un notable crecimiento económico. Pero ahora hemos entrado en un período de incertidumbre, pues no sabemos hasta qué punto el modelo primario exportador es sustentable. Al mismo tiempo, es clamorosa la falta de diversificación económica, lo que nos hace muy vulnerables a la caída de los precios de las materias primas.

En el campo político, la incertidumbre es aun mayor. Existe un abismo entre la población que exige obras públicas y mayores remuneraciones y las fuerzas políticas llamadas a representar a la ciudadanía y a consensuar agendas que permitan potenciar nuestro desarrollo.

La ciudadanía exige, con comprensible urgencia, una mayor presencia del Estado. Pero el Estado Peruano es demasiado ineficiente, de modo que las iniciativas y proyectos tienden a trabarse por la incuria burocrática. Y, desde luego, por la corrupción.
En realidad, el proceso político está empantanado por la precariedad del Gobierno y la falta de autoridad moral de toda la clase política. Las posibilidades de renovación del sistema también están trabadas por la legislación electoral.

Ahora la iniciativa la tienen Keiko y Alberto Fujimori. Como parece difícil que el presidente Pedro Pablo Kuczynski pueda revitalizar su gobierno, la gobernabilidad del Perú depende de Fuerza Popular.
La decisión final para ellos sería si vacar o no al presidente. Quizá lo mejor sería vacarlo y negociar con el vicepresidente Martín Vizcarra una presidencia corta pero que dure el tiempo suficiente para arreglar el sistema electoral de manera que permita el surgimiento de nuevos partidos para que la nueva representación política sea más afín a la ciudadanía.

El presidente Kuczynski ha sido una gran decepción para los que votamos por él. El aura de eficiencia y honradez con la que supo envolverse e ilusionar a muchos peruanos ha quedado totalmente desvanecida por su falta de honestidad respecto a Odebrecht y sobre todo por el uso inmoral de su derecho de indultar en el caso de Alberto Fujimori, pues es evidente que otorgó el indulto a cambio de su permanencia en el poder. Incluso sus bailes y gracias que alguna vez generaron simpatía ahora producen malestar. Ya no se aprecia en ellos una candidez desinhibida, como era antes, sino una radical falta de empatía con los ciudadanos del Perú.