"Me pregunto, por ejemplo, por qué es más común y hasta compulsivo tocar el claxon que lavarse las manos antes de comer; por qué se hace caso omiso de los cruces peatonales; por qué cuando alguien pone las luces para cambiar de carril, otro acelera para tratar de impedírselo". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Me pregunto, por ejemplo, por qué es más común y hasta compulsivo tocar el claxon que lavarse las manos antes de comer; por qué se hace caso omiso de los cruces peatonales; por qué cuando alguien pone las luces para cambiar de carril, otro acelera para tratar de impedírselo". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Hugo Coya

Tantas veces se habla de cómo las diferencias sociales, una educación de calidad, o el acceso a determinados privilegios, marcan aspectos que pueden condicionar la forma en que se piensa o actúa. Esto resulta evidente, aunque en lo único en que no hay distingos –sea la posición económica que se tenga, el lugar donde vivas o la cultura que ostentes– es en el ejercicio de la estupidez, especialmente si te encuentras al mando de un en el .

No interesa cuán voluminosa sea la billetera, si el automóvil es un último modelo, de alta gama o una combi destartalada: ir a 90 kilómetros por la avenida Javier Prado representa lo mismo que manejar a igual velocidad en la avenida Colonial o la Carretera Central. Y, por lo tanto, las posibilidades de perder el control del volante, de atropellar a alguien e, incluso, quitarle la vida, se elevan dramáticamente.

Lo vemos a diario en esta guerra de baja intensidad que libramos los sufridos peatones o pasajeros por la supervivencia ante conductores imprudentes, irrespetuosos de las más elementales reglas de tránsito, sea en Lima o cualquier otro punto del país. Choferes que nos conciben como meros obstáculos a los cuales hay que esquivar o arrollar, como bultos de los que hay que desprenderse porque no deben perder su valioso tiempo estacionando y recogiéndonos en los paraderos autorizados.

Alguien debería animarse –si es que ya no lo ha hecho– a investigar con profundidad y escribir un tratado de psicología de alcance nacional para conocer qué motiva a causar tantas desgracias en las pistas.

Me pregunto, por ejemplo, por qué es más común y hasta compulsivo tocar el claxon que lavarse las manos antes de comer; por qué se hace caso omiso de los cruces peatonales; por qué cuando alguien pone las luces para cambiar de carril, otro acelera para tratar de impedírselo; por qué no se cede el paso; por qué se bebe alcohol y se maneja con tanta frecuencia; por qué no se acatan las indicaciones del policía de tránsito.

Por qué si el causante de algún tiene la oportunidad, apela a la fuga, como ha ocurrido con el , que se precipitó a un abismo la semana pasada en la Carretera Central, segando la vida de dos personas y causando heridas a otras quince. Ello, a pesar de que tenía el brevete suspendido a raíz de haber sido protagonista de otro accidente mortal en febrero de este año.

Por qué, cuando la policía le echa el guante al infractor, surgen inevitables dudas que nos obligan a preguntarnos: ¿la justicia es igual para todos en el Perú?, ¿puede la condición socioeconómica o las características físicas de una persona influir en la forma en que será tratada por las autoridades?

Nada gratuito en un país con un clasismo, racismo y discriminación tan arraigados y que tienen como trasfondo la nebulosa verdad que todos somos iguales, en el aspecto formal y legal, aunque, en el fondo, haya unos más iguales o desiguales que otros bajo ciertas circunstancias, sobre todo, a la hora de identificar culpas y sancionar a quienes se lo merecen.

Es posible que, si penetráramos más allá de aquella superficie que se escribe con titulares escandalosos registrados a partir de las imágenes de las cámaras de seguridad, de los discursos ensayados de congoja, podríamos descubrir las verdaderas razones que motivan la existencia de tantos asesinos potenciales al frente de un automóvil y entender qué debemos hacer, de verdad, para que no continúen consumando su delito.

Tal vez eso ayudaría a cambiar este oscuro paisaje cotidiano que satura páginas policiales y noticieros televisivos, que nos obliga a observar impotentes tantas muertes sin sentido, tantas lamentaciones, tantas disculpas, el penoso espectáculo del chofer que le echa la culpa al automóvil que, en teoría, le cerró el paso y que nadie más vio; a soportar una informalidad que nos agobia. En fin, a cualquier cosa que, con tal de no asumir la responsabilidad, un hecho que resultaría, por demás, insólito, ya que somos un país acostumbrado a que los culpables nunca asuman sus faltas y, menos, a pedir perdón por ellas.

No se trata de crear aforismos que sirvan como escritos en piedra. Sin embargo, debería quedar sentado que un vehículo mal conducido deja de ser un medio de locomoción para convertirse en un arma cargada, cuyos disparos pueden convertir en víctimas a nuestros hijos, nuestros padres, vecinos, el ingeniero que iba a dar un examen ocupacional, el escolar que partió ilusionado en su viaje de promoción. Ninguno de ellos regresará a casa porque alguien metió el pie en el acelerador y los dejó para siempre en el camino.

Debemos poner fin a esta sangría si algún día queremos ser un país que cumpla del todo el precepto constitucional de defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad.

Para eso, debemos comenzar porque todos –absolutamente todos– reconozcamos que ninguno es superior a otro, que el acatamiento de las normas conlleva una forma civilizada de actuar para tener un tránsito que priorice al peatón por encima de la máquina. Solo así construiremos un lugar mejor para nosotros y sobre todo, dejar delineada esa ruta para las futuras generaciones.