(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Cuesta trabajo creer que, a los veinticinco años de su captura, conserve cierta influencia en la política peruana a través de organizaciones como el Movadef o el Conare, como ha quedado evidenciado en la huelga magisterial. Aunque muchos digan, y repitan, que el Movadef es solo una máscara de Sendero, siempre dispuesto a regresar a la violencia apenas las circunstancias sean más propicias, el hecho es que la gente que obedece a Guzmán no ha propiciado un acto terrorista desde que su jefe está en prisión. No obstante, la apuesta a condenar a Guzmán y a sus partidarios como terroristas permanece firme. La idea es que el terrorismo es como una enfermedad que se mete dentro de la cabeza para siempre. El término se convierte en una suerte de epitafio que sancionaría la muerte civil de los militantes de Sendero.

Pero cabe preguntarse, ¿por qué tanto miedo frente a un grupo tan pequeño? Es como si sus seguidores fueran unos demonios, esencialmente malos, a los que nunca se les debe escuchar pues cualquier descuido sería aprovechado para llevarnos hacia atrás, a un tiempo que no estaría aún superado. En todo caso, se atribuye a Guzmán, y a sus seguidores, una gran capacidad de seducción y convencimiento. Entonces habría que estar siempre alerta, digamos, con el dedo en el gatillo.

En realidad, la persistencia del miedo obedece a una incomprensión del fenómeno senderista y a la apuesta por controlar movimientos sociales radicales, etiquetando a sus integrantes, especialmente a sus líderes, como terroristas. No se debe tratar de comprender, pues por ese camino nos podemos deslizar fácilmente hacia una justificación. Más efectivo sería no pensar, gracias a la ayuda de estereotipos que satanizan cualquier intento de comprensión como apoyo disimulado a Sendero. Esta es la posición de aquellos que se regodean en criticar a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, sosteniendo que sus integrantes son cómplices del terrorismo de Sendero Luminoso. En una comunidad como el Perú no es difícil impedir que la gente piense por sí misma, que en vez de razones se dejen llevar por emociones como el miedo y la indignación. No se trata de alentar la capacidad de análisis, sino de promover la ignorancia y el dogmatismo. Situaciones que suelen provocar el apoyo a posiciones extremas como la deshumanización del otro, que es el preludio al estallido de la violencia.

Y de otro lado, ¿cómo explicar la devoción e incondicionalidad que sus seguidores sostienen por Guzmán? Acá funcionan los mecanismos de idealización y denigración. Guzmán se presentó como un portento de inteligencia; un hombre justo y sabio, dispuesto a dar todo por la revolución. Y mucha gente le creyó, y estuvo dispuesta a morir para lograr el avance de la causa. Solo después, con su captura, vino a saberse que Guzmán no era el intrépido héroe que sus militantes alucinaban, sino el déspota que exigía sacrificios que él no estaba dispuesto a hacer. El contraste entre la comodidad de su vida y la miseria cotidiana de sus seguidores cayó para muchos como un baldazo de agua helada. Pero lo más extraordinario es que el culto a Guzmán persistió. En esta permanencia debe apreciarse toda la fuerza del dogmatismo, toda la incapacidad para desarrollar un pensamiento crítico. Situación que continúa en el país cuando, por ejemplo, se pretende que por el hecho de haber sido senderista una persona no puede pretender recuperar una vida normal; tiene que resignarse a vivir como un paria. Estos sentimientos no son necesariamente compartidos por las mayorías, como lo demuestra el apoyo a los maestros brindado por los padres de familia y jóvenes estudiantes en la mayoría de las ciudades del país. La denuncia de la implicación de Sendero en la huelga magisterial no llevó a su aislamiento y quiebre tal como calcularon los estrategas del Gobierno. Se puso así en evidencia que la gente que asusta y manipula no tiene siempre el éxito que pretende.

Guzmán está ya próximo a cumplir 25 años de cárcel. Y sigue pretendiendo tener la razón. No hay indicios de cambio o arrepentimiento en sus declaraciones y trabajos. Cree que siempre tuvo la razón. Y hoy, al borde de cumplir los 83 años, sigue en su empeño por demostrar que su pensamiento era acertado.