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Presidencia real o presidencia ficticia
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Una vez más estamos ante la ansiedad de qué esperar de un nuevo cambio de mando en el Perú, como el que ahora encarna José Jerí, en un horizonte político absolutamente incierto. ¿Acaso no sería bueno que esta ansiedad estuviese acompañada de otra, la de hacer real y efectiva una presidencia a la que, con el correr del tiempo, hemos hecho más ficticia que nunca? No solo estamos llegando al final de una década de colapso presidencial, con siete mandatos continuos, del 2016 a la actualidad. Después de tantas interrupciones del poder y tantas transiciones políticas consiguientes a lo largo de la historia, la presidencia y la democracia no pueden ocultar su profundo debilitamiento y su profunda degradación.
Hace casi un año, en mi columna del 12 de noviembre del 2024, decía precisamente que “en el reino de la paradoja mundial, las estructuras autoritarias parecen dialogar y debatir más de lo que son capaces de hacerlo las democracias, enfrascadas hoy en confrontaciones estériles y autodestructivas”.
“De ahí que sea más fácil –añadía entonces– sacar por la fuerza a un presidente demócrata del poder que a un dictador como Nicolás Maduro, mediante elecciones libres, como es más fácil destruir una democracia que una estructura dictatorial”. “Nada va a impedir –advertía finalmente– que cualquier nuevo político elegido democráticamente pueda usar la democracia para destruirla, mientras esta siga siendo débil y no se fortalezca mediante las poderosas armas del diálogo y el debate, hoy perdidos. Las maquinarias de polarización radical, en las que el odio al adversario ha disuelto todas las capacidades de entendimiento y tolerancia, se han convertido en alternativas de gobierno, asfixiando toda posibilidad de prosperidad y bienestar”.
La pregunta para el presente y futuro es cómo sacamos a la presidencia de su estado de ficción y a la democracia de su estado de extinción, de la manera más sincera y realista, que nos libere de la mentira garrafal de que tenemos a un jefe de Estado cuando generalmente tenemos a un jefe de Gobierno, incapaz de ponerse resueltamente por encima de la organización política del país. No estoy invitando al presidente Jerí ni a ningún otro a futuro a convertirse en autócrata. Hay que hacer real y efectiva la presidencia, ejerciéndola a plenitud, con su investidura de Gobierno y Estado, con su cercanía al ciudadano y al interés común, con su manifiesta iniciativa y tolerancia al diálogo y al debate. Nada que la encierre en la inutilidad de los protocolos.
Necesitamos una presidencia que nos recuerde que tenemos en ella a una jefatura de Estado que dialoga, concilia, reconcilia, concierta, tiende puentes, integra, abre espacios de negociación y entendimiento y genera aquello que parece siempre imposible: confianza pública. No pretendamos seguir haciendo de la presidencia un objetivo de codicia, ambición y retórica histórica ni una desviación autoritaria cada vez que no sabemos usar bien los mecanismos coercitivos de la democracia pura y dura.

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