El presidente ideal, por Carlos Adrianzén
El presidente ideal, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

Faltan alrededor de dieciséis meses para el cambio de mando. Período mucho más largo de lo que se tiende a creer. Dieciséis meses de inacción o retrocesos con coartadas impecables (i.e.: los precios internacionales en caída, un fenómeno de ad portas y mucho ruido político con la censura del Gabinete y sucesivas acusaciones de corrupción), que pueden cambiar la suerte económica nacional por décadas. 

Recordemos que los errores de política y de ruina institucional del corruptísimo velascato o del gobierno de la alianza implicaron deterioros que nos tomaron décadas en revertir y algunos otros –educativos o judiciales– que aún no hemos superado plenamente. Y es que comprender cómo llegamos a donde estamos hoy enfoca directamente el título de este artículo: nuestro ideal de presidente. Desde hace un buen tiempo andamos buscando un iluminado a lo Viracocha. Alguien muy distinto a los que elegimos hasta hoy. Alguien capaz, visionario, honesto, empático y hasta ejemplar. Esta búsqueda, además de ilusa, nos ha resultado muy cara.

Escarbando, descubriremos que a estos salvadores –que no salvaron nada– los elegimos entusiastamente nosotros. Votamos por un rector desconocido que nos ofrecía honradez, tecnología y trabajo, pasando por un profesor ancashino de voz engolada, ejemplo de ascenso económico y social, que nos ofrecía lo mismo pero sin ; hasta, últimamente, por un comandante de trayectoria tan escasa como oscura que nos ofrecía una gran transformación muy parecida a las fracasadas recetas redistributivas de los setentas. La historia muestra que a casi todos ellos les fue muy bien. A nosotros no. 

Y no nos escondamos: merecimos nuestra suerte. Y es que olvidamos algo fundamental. Que los gobiernos y los gobernantes no cambian nuestra suerte. Que dependemos de nosotros mismos, de nuestro esfuerzo y determinación. El mejor gobernante posible es uno acotado. Que no pueda hacer barbaridades y al que instituciones sólidas y estables le rayen implacablemente la cancha. Que no pueda expropiar, no pueda abusar, no pueda emitir dinero irresponsablemente, no pueda enriquecer a sus allegados, etc.
Por esto, lo último que necesitamos hoy –aunque lo estemos pidiendo a gritos en cada elección– es un presidente voluntarioso y empático que ofrezca nivelar la cancha y resolver nuestros problemas manejando a las instituciones a su antojo (i.e.: otro dictadorzuelo disfrazado). 

Notemos que en el pasado regional este tipo de presidentes ideales se personificaron desde en individuos desconocidos e hiperactivos (que no pocas veces terminaron enriquecidos) hasta personajes pasivos que culparon al sistema por su propia incapacidad. En Latinoamérica abundan los ejemplos. Desde los electrizantes, al estilo de ‘ el joven’ en nuestro país, hasta el simpatiquísimo y frugal ‘abuelito Mujica’ en el Uruguay. Todos implacablemente unidos por dos vocablos: elegidos y fracasados. Mientras el primero hizo mucho daño (dado que las instituciones estaban prostituidas por el velascato), el ex tupamaro estuvo neutralizado en su finca con su carrito por instituciones que no le permitieron hacer mucho daño.

Hoy no necesitamos presidentes ideales (ni filósofos, ni cocineros, ni tecnócratas). Necesitamos reglas ideales. Reglas que le hagan la vida clara a los prohombres, ineptos o pillos que podamos elegir. Que les impidan inflar lo estatal esclavizándonos. Con reglas que acoten al poderoso, premien el mérito, el esfuerzo y las utilidades en el mercado.