La tarde que mi hijo salió de su primera clase presencial me dijo “he aprendido en un día más que todo lo que debí aprender este tiempo desde la casa”. Habían pasado 18 meses desde la última vez que se sentó en una carpeta, que compartió el recreo con sus amigos, desde que tocó guitarra con su grupo o se paró frente al arco de su equipo de fútbol. Su vida de adolescente lleno de planes se trasladó a la invasiva realidad de esas pantallas que parecieran no apagarse nunca, por donde pasan sus estudios, su socialización, su entretenimiento.
Dice Mark Zuckerberg, el dueño de nuestras vidas, que quiere crear un universo alternativo, el ‘Metaverso’, donde los seres humanos “disfrutaremos” de todo a través de la virtualidad. La verdad que no le encuentro la novedad, veo a los chicos a los que la pandemia los obligó a vivir pegados a mundos de escasas pulgadas y el ‘Metaverso’ me parece una idea redundante. ¿Será un avatar el que se siente en una sala que no existe a ver una película con un amigo que tampoco está presente? Yala. Los chicos no tienen nombres, usan ‘nicknames’, socializan con otros muchachos a los que no les han dado ni la mano en más de un año, y lo más parecido a su documento de identidad es la imagen que escogen para presentarse ante los demás, que nunca es su foto.
El avance de la tecnología que produce nuevos hábitos en nuevas generaciones es una característica inherente a la evolución del ser humano y de las sociedades, no tendría por qué escandalizarnos; sin embargo, una cosa es que esa transformación se dé en un entorno donde los jóvenes pueden elegir y tienen alternativas, y otra que sea producto de una pandemia que les quita libertades, que los ha encadenado a un escritorio, donde algunos privilegiados pueden acceder al mundo desde una mezquina ventana. Otros, la mayoría, han tenido que arreglárselas con asomarse desde un celular que equivale a enfrentarlo desde la cerradura de una puerta.
Y, lo más triste de esta situación, es que los adultos hemos asistido a la deshumanización de niñas, chicos y jóvenes con indiferencia. Si nos hubieran advertido que nuestros hijos estarían en un calabozo durante dos años sin haber cometido una sola falta, mucho menos un crimen, hubiéramos hecho lo indecible por luchar por su libertad; ahora, en cambio, los vemos crecer desde una jaula y asumimos con una pasividad pasmosa que eso es lo que les tocó. No les exigimos a las autoridades que se pronuncien, no reclamamos un plan coordinado para que las escuelas abran, no estamos en las calles o en nuestras puertas y ventanas pegando de alaridos para que los liberen.
Una nueva ola del COVID-19 amenaza su retorno a las aulas y esta vez no podemos quedarnos de brazos cruzados. Al Gobierno le quedan apenas dos meses para mejorar la infraestructura, vacunar a maestros y chicos, implementar protocolos de detección y seguimiento del COVID-19. Tiene que comprometerse, además, a desarrollar planes de emergencia para superar las deficiencias en los aprendizajes, contener las angustias y depresiones que traen los chicos y chicas, así como asistir a los profesores en el reto de las clases mixtas. El desafío es enorme y no podemos sentarnos a esperar que se haga sin presión y compromiso social, sobre todo, en este gobierno del profesor al que paradójicamente la educación le resulta accesoria.
La variante ómicron, más pegajosa que chicle en el zapato, amenaza con hacer colapsar nuestro sistema de salud. El Gobierno ha determinado nuevas medidas restrictivas para hacerle frente con mejores resultados que las olas anteriores. Esta vez, además, contamos con vacunas. Sigamos las reglas y protejámonos lo más que podamos. Que sea ese nuestro primer compromiso con los chicos y chicas. Hagámoslo por ellos.