(Foto: Reuters)
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Feline Freier

El resultado de las elecciones federales cayó como un balde de agua fría sobre Alemania y el mundo: el partido político populista de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD), obtuvo 12,6% del voto popular. Es el primer partido político abiertamente chauvinista y xenófobo que obtiene escaños en el Parlamento Federal desde la Segunda Guerra Mundial. Con 32,9% y 20,5%, los dos grandes partidos, la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y el Partido Socialdemócrata (SPD), en coalición desde el 2013, obtuvieron sus peores resultados históricos.

La teoría del voto económico establece que los ciudadanos son racionales y reeligen a los gobernantes que presiden sobre una época de bonanza. Bajo Angela Merkel (CDU), primera ministra desde el 2005, a Alemania le ha ido bien –es la cuarta economía más poderosa del mundo y el motor de la Unión Europea–. La tasa de desempleo bajó de 11,7% en el 2005 a 4,4% en el 2016. La economía está tan fuerte que el Ejecutivo no sabe qué hacer con su enorme superávit fiscal. Entonces, ¿por qué decidieron los votantes castigar al gobierno?

La respuesta fácil es que fueron los llamados perdedores de la globalización los que buscaron expresar su descontento. De hecho, el bastión de la AfD se encuentra en los estados más pobres y ex comunistas del lado oriental. En Sajonia, la sexta región más pobre, la AfD logró su mejor resultado y derrotó a la CDU con un 27% de los votos. Sin embargo, Sajonia es uno de los estados con mayor crecimiento económico en los últimos años y con una tasa de desempleo más baja que nunca (6,6%). De hecho, no todos los votantes de la AfD son pobres y poco educados. El votante típico es un hombre de 30 años, con educación superior e ingresos medios. Para los votantes de la AfD, esta elección no se trataba de asuntos económicos, sino de una supuesta guerra cultural.

Antes de la crisis de refugiados en el 2015, la AfD tenía el 5% de las encuestas. Con la llegada de cerca de un millón de inmigrantes y refugiados, la inmigración se convirtió en el eje central de la retórica del partido. Merkel está pagando el precio político de haber hecho lo histórica y éticamente correcto. La AfD se autoproclamó el salvador de la nación alemana en contra de la “invasión musulmana”. Las decisiones que se toman en las cabinas de votación no son puramente racionales, sino que también tienen un fuerte componente emocional. Y existen pocos temas tan emocionalmente cargados como la inmigración y el miedo al “otro”.

En la revuelta contra el ‘establishment’, la AfD centra sus ataques en la ‘Lügenpresse’ (la prensa mentirosa), un término que fue utilizado también por los nacionalsocialistas de Adolfo Hitler. No todos los votantes y políticos de la AfD son neonazis, pero el partido utiliza el lenguaje de la ultraderecha y capitaliza, de esa manera, el apoyo de los grupos extremistas volviéndose cómplice de sus agendas. La AfD se ha visto empoderada por el éxito de otros movimientos xenófobos, autoritarios y nacionalistas del último año. Las similitudes con el fenómeno Trump en Estados Unidos, Le Pen en Francia y el ‘brexit’ en el Reino Unido no son pura coincidencia. Alemania no ha sido ajena a la globalización del populismo.

¿Tiene algo positivo el ascenso de la AfD? Alemania está despertando como la bella durmiente de un largo sueño de apatía política. La estrategia de Merkel ha sido rehuir cualquier debate sobre asuntos fundamentales. Está claro que esto no funcionará en la actual legislatura. Para defender a Alemania de los demagogos de la AfD y poner en valor el Estado de derecho es necesario un debate sincero sobre el origen del monstruo. Lo peor que podría hacer la sociedad alemana es excluir de la conversación las voces de ese 12,6%. Es la hora de la persuasión.