Radicales libres, por Rolando Luque
Radicales libres, por Rolando Luque
Redacción EC

Los radicalismos se agazapan pero nunca desaparecen. Están en las religiones, los círculos de poder, los utopismos, las ideologías cerradas. Brotan de pronto en algunos espacios –luego de su natural incubación– sorprendiendo a tirios y troyanos. Uno de esos espacios es el de los conflictos sociales. 

Si tuviera que clasificarlos, diría que hay por lo menos tres formas de radicalismo en los conflictos sociales. El radicalismo emocional, fruto de la percepción de un perjuicio real o inminente para un colectivo de personas que produce en ellas una mezcla comprensible de temor y enojo muy fuertes y los lleva a plantear demandas airadas, plazos inmediatos de cumplimiento y, posiblemente, a implementar medidas de fuerza para alcanzar sus objetivos. Este radicalismo es, además, frecuente en las comunidades que experimentan problemas de contaminación que afectan el agua o la tierra. Sus dirigencias cumplen un rol de defensa de sus intereses y cuando lo logran, voltean la página y retornan a sus rutinas intracomunales. No es su intención estirar el conflicto con otros fines.

El segundo radicalismo es el del poder establecido. También pueden ser radicales –cómo no– las empresas y los gobiernos. Este es un radicalismo basado en los recursos de poder que en el caso de algunas empresas se despliega a través de circuitos privilegiados de acceso a las salas de decisión. Suelen exhibir un aire de ganadores aunque también experimentan grandes derrotas. Su radicalismo tiene dos objetivos: cautelar férreamente sus negocios y evitar que se alteren las normas legales, los usos y las costumbres dentro de los cuales las cosas “han venido funcionando bien”.  

En cuanto al Estado, hay que distinguir entre la posición firme de defensa de los principios constitucionales y del Estado de derecho, de la negativa a revisar normas discutibles, a abrirse a hablar con fundamento y escuchar con atención. Su radicalismo proviene del supuesto costo político que le acarrearía negociar con grupos que protestan. Caen entonces en lo que podría llamarse “la trampa del prestigio”, prefiriendo la prolongación del conflicto a un arreglo inteligente. En los casos más críticos suelen encerrarse en una concepción del principio de autoridad basada solo en el uso de la fuerza; los resultados de esta decisión no son difíciles de imaginar. 

Sin embargo, el radicalismo más difícil de enfrentar es el ideológico. En el origen de una protesta puede haber una emocionalidad extrema fruto de un perjuicio cierto, falta de una atención oportuna y comprometida de parte del Estado o de las empresas; tampoco se descartan los malentendidos o las percepciones distorsionadas de los hechos. Pero la situación se agrava cuando todo esto se convierte en material aprovechable por actores cuya comprensión del conflicto está enmarcada en un conjunto de ideas inamovibles, consideradas verdades intocables y que rivalizan fuertemente con el modelo político y económico en marcha. 

Todo radicalismo se ubica en la voluntad del actor, pero en el radicalismo ideológico la voluntad no busca hacerse cargo del problema únicamente, sino que se avoca a competir con el poder establecido instrumentalizando a su favor demandas que pueden ser justas, y usando medios violentos que exceden las reglas de la protesta y del juego político en una democracia.